Sonata interior | Segunda parte de la novela participativa por entregas de Fran J. Fradejas

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Agradecemos a todos los lectores la participación en la primera parte de la novela participativa por entregas Sonata Interior y os animamos a que sigáis enviándonos vuestras propuestas. A partir del giro que tomarán los acontecimientos en la próxima entrega —y que sin duda os sorprenderán—, las frases recibidas decidirán la continuación y el desenlace de la novela en la que será la 3ª y última entrega.

Sonata interior 

(Segunda entrega)

De repente, por un instante, el mundo pareció detenerse a mi alrededor, era como si alguien hubiera accionado la pausa en un video, todo quedó en suspenso, nada ni nadie se movía.

Mi corazón comenzó a latir con fuerza, en ese momento escuché cómo sonaban a todo volumen los acordes de una música conocida. Era mi canción favorita Unchained melody, cantada por el artista más grande que, en mi opinión, ha existido jamás, Elvis Presley. Extrañado, busqué el origen del sonido, al final lo localicé: procedía del cielo.

Si con los primeros acordes todo a mi alrededor había parecido detenerse, ahora de nuevo volvía a despertar.

El ocupante del automóvil, un Mercedes negro, me hizo señas insistiendo para que me acercara. Lo miré con desconfianza. Observé su rostro y su bigote durante un instante, tratando de memorizarlos. Aunque sus facciones me eran familiares, no conseguía recordar dónde había visto esa cara antes.

—¿Sabía que Elvis Presley cantó Unchained Melody en su último concierto tan solo un mes antes de morir? —me preguntó—. Fue exactamente el día 21 de junio de 1977, en Rapid City, Dakota del sur

—Sí, claro que lo sé, lo sé todo acerca de esa canción —contesté.

—Le conozco más de lo que cree —sentenció mi interlocutor.

Y subiendo la ventanilla, arrancó a gran velocidad, zigzagueando entre los automóviles que circulaban por la avenida.

Los aplausos de un improvisado público pusieron punto final a la canción, seguidos de un silencio sepulcral. Todo despareció de la escena y me quedé flotando en la más aterradora de las oscuridades.

—Se ha quedado traspuesto, ¡despierte! La sesión ha concluido —escuché que alguien me decía.

Abrí los ojos. Ante mí apareció la cara del loquero calvo y con gafas, el cual me miraba atentamente, mientras jugueteaba con uno de los botones de su casaca blanca.

—Pida hora con mi secretaria para dentro de tres días. La visita son 350 euros, ella le cobrará.

Al abrir la puerta de la sala, apareció ante mí la esbelta figura de la asistente del doctor, con su larga melena rubia.

—¿Puedo extenderle un cheque? —le pregunté, aunque sabía su respuesta de antemano.

—Solamente cobramos en efectivo caballero.

No tuve más remedio que bajar de nuevo al cajero a retirar el dinero. Después de pagar el precio de la consulta, descendí las escaleras a toda prisa, necesitaba olvidarme del loquero y su secretaria cuanto antes.

Un Mercedes negro me esperaba otra vez aparcado en la puerta de entrada.

Me aproximé a él sin prisas. En su interior, un enano con un enorme sombrero de arlequín lleno de sonoros cascabeles saltaba una y otra vez sobre el asiento trasero del coche. Su cara me era igualmente familiar.

—¡Suba! —me dijo—. Si yo fuera usted, querría saberlo —añadió.

De nuevo sentía que me invadía la confusión. No comprendía cuáles podían ser sus intenciones.

—¿Qué hago, subo o no subo? —me pregunté, mientras seguía mirándolo en busca de alguna señal reconocible. No supe responderme y eso incrementó mi irritación.

Sin llegar a decidirme del todo, eché mi cuerpo hacia atrás casi inconscientemente con la idea de alejarme de allí. Cuando me disponía a hacerlo, volví a oír su voz ronca…

—Vamos, suba, ¡corre usted peligro si no lo hace!

(1) En aquel momento noté que la rabia que rugía en mí se desvanecía. No sabía quién era ese hombre, pero una fuerza interior me empujó hacia adentro.

Apenas me había acomodado en el asiento trasero, cuando sonó mi teléfono. Era la llamada de un desconocido. Quise rechazarla, pero mi dedo se deslizó sobre la pantalla en dirección contraria. Escuché una voz lejana… Palidecí. Hubo un silencio, que se interrumpió con mi respiración agitada; ¡mi miedo se transformó en pánico… otra vez esa secuencia 271037!

—¿Di… di… diga…? ¿Oiga? ¿Qui… qui… quién es usted? —pregunté a mi interlocutor del otro lado del teléfono.

Una voz jadeante, como la de un galgo que acabara de participar en una carrera de fondo, contestó en un tono casi inaudible que hizo que se me erizara la piel.

—Dooos…, siiiieeeteee…, uuunooo…, ceeeroo…, treess…, siiiieeeeteee…

Presa del pánico, el teléfono se resbaló de mi mano sudorosa, cayendo en la alfombrilla, junto a mi pie izquierdo. La extraña voz continuaba repitiendo esos terribles números, lentamente, uno por uno.

—¿Se encuentra bien? Se ha puesto usted pálido —me dijo mi compañero de asiento, sin dejar de dar saltos sobre él.

—Sí, sí, por favor, arranque —le contesté, a la vez que pisaba con fuerza el teléfono móvil con el objeto de hacer callar la voz.

El enano arrugó el rostro, dibujando una ligera sonrisa. Haciendo uso de un pequeño bastón de juguete que empuñaba en su mano izquierda, golpeó ligeramente el techo del vehículo. El conductor, un enorme gorila ataviado con traje de cuadros y corbata amarilla, daba dentelladas a una banana. Con torpeza, arrancó el auto y se incorporó a la carretera parsimoniosamente.

—Todavía no ha averiguado el significado de la numeración, ¿no es así? Le daré una pista que quizás le ayude a comprenderlo todo —me dijo.

(2) —Es la mafia italiana. No hay mejor terapia que pertenecer a esa gran familia               —añadió.

—¿La mafia italiana?, no entiendo —respondí.

—Hágame caso y no se preocupe por nada. Recuerde, la mafia italiana —insistió.

—¿Oiga? ¿Señor? ¡Despierte! El tiempo de la visita ha concluido —escuché confundido y sin saber de dónde procedían las palabras, mientras todo a mi alrededor se desvanecía.

Abrí los ojos. Observé asombrado que me hallaba tumbado en el diván de la consulta del psiquiatra.

De nuevo, volvió a sonar la voz de Elvis, cantando Unchained melody. Al escucharlo, el psiquiatra se paralizó y dejó de hablar. Miré de nuevo hacía arriba, la canción procedía del techo de la consulta.

Mis ojos se empañaron de la emoción. Al finalizar la canción, el psiquiatra recobró vida, como si nada hubiera pasado y continuó diciéndome.

—Creo que deberíamos volver a vernos en tres días. Pida cita con mi secretaria al salir, son 350 euros.

—¡Lo sabia! Sabía que diría eso. ¿Verdad que no acepta cheques? —pregunté a la enfermera.

—No caballero, solo efectivo —me respondió.

—Está bien, ahora vuelvo con el dinero. Tome mi DNI —le dije a la asombrada

señorita.

Al momento regresé nuevamente con 350 relucientes euros a la consulta del psiquiatra y le hice entrega de ellos a la asistente, aunque —y lo digo haciendo uso de una enorme generosidad— (3) con 20 euros hubiese sido suficiente.

—Debo darle cita para dentro de tres días —añadió.

—En otra ocasión —repuse.

Y descendí una vez más las escaleras del edificio. Al salir al exterior, un lujoso Mercedes de color negro me esperaba de nuevo.

Sin saber muy bien por qué, me dirigí hacia él. Al llegar frente a la puerta trasera, la

ventanilla volvió a bajar y un hombre con un largo bigote me dijo:

—¡Subil coche, pol favol!

Observé de nuevo su cara, tan familiar como en las ocasiones anteriores. Había algo extraño en ella. Lo primero que me llamó la atención fue el minúsculo gorro que embutía su cabeza y que hacía que esta se viera desproporcionadamente grande. Sus ojos eran pequeños, rasgados y de color marrón. Bajo su boca pude observar una diminuta perilla, que hacía juego con su peculiar bigote.

—¿Quelel subil coche? —volvió a inquirirme.

(4) Mientras decidía si subir o no al vehículo, un motorista pasó a gran velocidad y le hizoentrega al conductor de un objeto que me pareció ser una pequeña porcelana de estilo oriental.

—Oh,  sopela pala mi mujel. Guáldala bien, Flankie —dijo el ocupante del asiento de

atrás a su chófer.

—Y usted, le suplico subil coche —añadió.

(5) Atónito y sin saber muy bien cómo reaccionar, mis piernas fueron más rápidas que mi cerebro y me vi dentro del vehículo, al lado de aquel hombre al que no conocía.

—¿Quién es usted? ¿Qué está pasando? ¿Por qué?

Me dijo su nombre y su fecha de nacimiento, el 27 de octubre de 1937.

—Flankie, alanca coche pol favol —le oí decir.

El chofer, arrancó el Mercedes y lentamente se incorporó a la carretera. Yo repetí mi pregunta a mi acompañante.

—¿Qué me está pasando?

—Tenel confianza, plonto telminalá todo —respondió.

—¡Caballero, despierte!, ¡despierte!

Todo cuanto había a mi alrededor segundos antes volvió a desaparecer y me vi

rodeado de nuevo de la más negra oscuridad.

—¡Despierte! Se ha dormido, la hora de la consulta ya ha concluido.

Abrí los ojos y, de nuevo, por tercera vez, apareció ante mí la consulta del psiquiatra…

y a este, que me observaba con atención.

—Pida hora con mi asistente para dentro de tres días. Son 350 euros —dijo.

—Otra vez lo mismo —pensé aturdido, pero con resignación—.

—Así lo haré, voy al cajero a sacar el dinero y enseguida liquido la cuenta.

—Claro, claro, no hay problema —contestó el loquero, con una gran sonrisa esculpida

en la cara.

Volví a salir al rellano. Otra vez, me precipité escaleras abajo, traspasé la portería, y salí al exterior. Después de sacar el dinero, me dirigí a la consulta.

—Oh, ya está de vuelta. Qué billetes más nuevos —me dijo la enfermera, mientras rebuznaba una sonora carcajada—. Debo darle hora para dentro de tres días. ¡No se vaya! ¡Oiga!

No contesté. Bajé a todo galope cada uno de los escalones que conducían a la calle, y una vez allí…

¡No puede ser! ¡El Mercedes negro! Me acerqué nuevamente a él.

En el asiento del conductor se hallaba un hombre con pelo negro y barba, ataviado con un kimono rojo. En la parte trasera, una mujer bajaba la ventanilla, y sacando la mano por ella me hacía gestos para que me acercara.

Al llegar y mirarla bien, sentí que algo no cuadraba. Se trataba de una mujer, sí, y su cara volvía a serme enormemente familiar. Pero, pese a su larga melena, tenía facciones varoniles y además… observé, para mi sorpresa, que ostentaba un elegante bigote.

—Señora, habría que dar una explicación al joven —balbuceó el chófer con voz infantil.

(6) —Ella, quitándose el mostacho, le dijo: ¿es el?

—Afirmativo. Es el cabrón que me robó todo. Ahora ya sabes a dónde tenemos que ir para preparar el contra ataque.

Y tras un ligero rechinar de los neumáticos, el coche salió zumbando en dirección a la playa…

Observé atónito cómo se perdía su rastro en el horizonte.

El sonido de un inconfundible piano lo inundó todo y brotó del cielo mi canción favorita mientras mis ojos se colmaban de lágrimas y todo lo que me rodeaba se detenía una vez más. Saboreé cada palabra, cada compás, cada silencio, hasta que la melodía dejó de sonar y todo pareció volver a la normalidad.

—¡Señor, despierte!

La escena en la que me encontraba poco antes desapareció y, al abrir los ojos, descubrí una vez más que me encontraba tumbado en el diván de la consulta.

—La visita son 350 euros. Mi enfermera le cobrará y…

—Sí —le interrumpí antes de que terminara de explicarme lo que ya sabía—. Y me dará cita para dentro de tres días.

—¡Así es!

Bajé de nuevo. Esta vez me detuve a observar cada una de las puertas de los diferentes pisos y a leer con detenimiento las placas en las que figuraba el nombre de los vecinos del edificio.

A continuación, me dispuse a sacar el dinero y a regresar a la consulta.

—¿A que son bonitos los billetes? —pregunté a la enfermera.

—¡Sí! Me ha quitado la palabra de la boca.

—¡Pues cójalos! Y dicho esto, se los lancé al aire, tomando cada uno una dirección diferente al resto.

—Me voy. Buenas tardes —repuse.

—¡No! ¡Espere! Debo darle día y hora…

Ni siquiera me volví. Bajé los escalones sin prisa, hasta llegar al portal. ¡Desde ahí lo vi!

¡Otra vez el Mercedes negro aparcado frente a la puerta del edificio!

Al aproximarme a él vi que en su interior no había nadie. Una nota que colgaba bajo la ventanilla de la puerta de atrás llamó mi atención. Con una caligrafía temblorosa y apresurada, que parecía haber sido escrita por alguien que no perteneciera a este mundo, podía leerse:

¡Suba al coche, pronto la verdad le será revelada, 271037!

(7) Mientras decidía si subir o no al vehículo, escuché una fuerte explosión a mis espaldas seguida, instantes después, de una segunda detonación.

—¡Dios mío, el coche estaba vacío por que los ocupantes estaban robando un banco!

Enseguida todo volvió a desaparecer, para aparecer de nuevo la oscuridad.

—¡Señor, señor, despierte!…

—¡Vuelve el déjà vú! —me dije, mientras sonreía a mi psiquiatra.

—¡Shhhhtt! No diga nada —le susurré.

—Es que debo decirle…

—!Nada! —zanjé la conversación, a la vez que me dirigía a la puerta.

—Oiga…, perdone…

—¡Que se calle! —le dije.

Bajé, agarré el dinero, subí, se lo entregué a la enfermera.

—Son muy b..

—¡Shhhhtt!, le interrumpí haciéndola enmudecer, a la vez que presionaba con la yema de mi dedo índice sus labios.

Abandoné la consulta. Esta vez bajé por el ascensor, un precioso armatoste de los años 40 que lentamente, casi acunándome, me hizo descender hasta la entrada principal.

Di unos pasos hasta la puerta. Al abrirla, me extrañé: no había rastro del Mercedes negro.

Aprovechando la ocasión, decidí salir de allí a toda prisa, y me fui caminando en dirección a una plaza cercana, pero…

Ante mis asombrados ojos, vi aparecer de nuevo el Mercedes negro. Descendía del cielo, y aparecía rodeado de un sinfín de luces de colores.

Al contacto con el suelo el portón del maletero se abrió y de este descendieron dos extraños seres. Eran de color verde, poseían dos enormes ojos y por orejas tenían lo que parecían ser dos grandes embudos. Una vez más, sentía que sus caras me eran muy muy familiares. Se acercaron a mí y, antes de que pudiera darme cuenta, me agarraron entre los dos por los pies y los brazos.

(8) Los alienígenas me hicieron subir al coche. Sin tiempo para procesar lo que estaba sucediendo, me hablaron de la extraña numeración que había aparecido de repente en mi cabeza, y cómo se trataba de un aviso que me habían transmitido por telepatía. La Tierra corría peligro de destruirse el día 27 del 10 de 2037. Necesitaban mi ayuda para evitar la catástrofe final.

De golpe, todo volvió a desvanecerse y tornarse de color negro.

—¡Despierte señor!…

—¡Mi psiquiatra favorito! —le interrumpí, mientras abría los ojos y me desperezaba en el diván.

—En seguida bajo a por los 350 euros de la visita y se los entrego a su secretaria. Pero por el momento no pediré una nueva cita.

Tal y como dije, hice entrega a la secretaria del dinero y me despedí.

Al salir al exterior divisé el Mercedes negro. En su asiento trasero una persona albina, con los ojos entornados y sin un solo pelo en la cabeza me gritó:

—¡Cuidado! ¡El piano, el piano!

—¿Cómo?, no entiendo.

—¡Arriba, el pianoo!, ¡coorra!

Levanté los ojos y observé aterrorizado un descomunal piano de cola, que descendía en caída libre desde el último piso en dirección al lugar en el que me encontraba.

Eché a correr a toda velocidad hacia el coche y me lancé en el asiento posterior, mientras, próximo a mí, escuchaba el enorme estruendo del piano al destrozarse contra el suelo.

(9) Una vez a salvo, le pregunte qué quería de mi. No soy más que un simple desconocido para él —pensé.  Me contó que no era un simple desconocido, que me conocía de mucho tiempo atrás y que era normal que yo no lo recordase, ya que habían manipulado todos los recuerdos que tenía.

Dicho lo cual, mi extraño acompañante, me invitó a abandonar su automóvil, desapareciendo a toda prisa de mi campo visual.

Un sonido me asustó acto seguido. Las teclas esparcidas del piano comenzaron a moverse a toda prisa y la preciosa canción de Elvis Presley volvió a sonar, proporcionando a mi alma una paz indescriptible.

De nuevo todo se oscureció a mi alrededor. Otra vez el loquero me repitió que me despertara. La música aún no había cesado, por lo que, a la vez que tenía lugar la conversación con el psiquiatra y su enfermera, podía oír de fondo la maravillosa banda sonora.

Al salir de la consulta bajé las escaleras con alegría, tarareando la canción, para regresar instantes después y abonar el importe que debía. Para entonces, la canción había terminado, poniendo fin también a mi paz interior, que poco a poco se transformó en enfado.

—Bla, bla, bla, bla… —disparaba sin tregua la enfermera. Mi cólera comenzaba a acentuarse cada vez más.

Descendí las escaleras del edificio de tres en tres. Al llegar al portal y ver el Mercedes negro aparcado afuera, corrí hacia él. Abrí la puerta y subí al coche, (10) huyendo así de la secretaría y de su voz.

En la parte trasera había un individuo de mediana edad, bien vestido. Me dijo que sabía lo que pasaba en mi mente y que la serie numérica era una forma de comunicación alienígena.

Como venia siendo habitual, de nuevo volvió la oscuridad, el psiquiatra diciéndome que me despertase, el dinero que tuve que ir a buscar al cajero, y la secretaria a la que se lo entregué, mientras me insistía machaconamente para darme cita tres días después.

(11) Todavía no había salido de la consulta, en mi cabeza seguía repicando la voz de la secretaria. Al salir a la calle casi me atropella un coche, era el Mercedes negro. Se abrió la puerta. Desde el interior me invitaron a subir a él; sin saberlo, iba a ser testigo de un acontecimiento relacionado con los números que resonaban en mi cabeza…..

En el cielo, los acordes del piano volvieron a sonar y pude escuchar la canción de Elvis Presley, la paz que tanto necesitaba regresó a mí de nuevo.

2……. 7…… 1…. 0…. 3…. 7… Uno a uno, todos los números empezaron a descender del cielo, flotando lentamente al compás de la canción, para desaparecer a medida que se posaban sobre él.

Abstraído, disfruté el momento como jamás lo había hecho.

La canción dejó de sonar y, lo que parecían ser voces infantiles, me gritaban que me despertara. A continuación, todo mi alrededor desapareció de nuevo, convirtiéndose en tinieblas.

Al abrir los ojos, mi sorpresa fue mayúscula. Dos pequeñas cabezas verdes con forma de globo sobresalían por el cuello de la camisa del psiquiatra, discutiendo acaloradamente entre ellas sobre si yo debía pagar, o no, la minuta de la visita.

En el momento en el que ambas cabezas iban a llegar a las manos, abandoné la estancia; en mi carrera, me di de morros con la secretaria, que aguardaba ante la puerta de salida. Los rasgos de su cara habían cambiado; su rostro, de color rojo, aparecía surcado de verrugas.

Metí la mano en el bolsillo y saqué mi cartera, entregándole a la joven todo el dinero que llevaba encima, casualmente 350 euros.

—Voy a darle cita para dentro de tres días…, trees días…, treeees días…, treeeeees diiiías… —repetía sin parar.

Abrí la puerta dando un sonoro golpe y galopé escaleras abajo hasta llegar a la calle, donde ya me esperaba el Mercedes negro de rigor.

En su asiento trasero se encontraba el hombre con mostacho que había visto la primera vez. Mientras me abría la puerta, me invitó a entrar.

(12) No se por qué, pero, sin pensarlo dos veces, me tiré dentro del coche como si no hubiese un mañana, maldiciendo al doctor que se había llevado mi tercera parte de sueldo.

El hombre del mostacho sonrió y le dijo al conductor —un hombre de color enorme y sudoroso— que se dirigiera al puerto. Mil pensamientos me venían a la cabeza mientras recorría las calles semáforo a semáforo, giro a giro.. pero solo a uno le presté atención: 271037.

(13) Todo se fue en silencio y la noche hizo de nuevo su aparición, tragándose cuanto me rodeaba, hasta quedarme totalmente solo y perdido. Aunque esta vez parecía ser diferente, la oscuridad parecía menor…

(…)

Participa ahora en la continuación de esta novela añadiendo tu aportación en el campo “comentarios”. 

Para quien desee acompañar la lectura de la novela con la música que sonaba de fondo mientras la escribía, os dejo a continuación el enlace,

(1) Encarna (2) Abbey (3) Begoña (4) Inma (5) Matf (6) Miquel Amorós (7) Inma (8) Daniel Fernández Monparler  (9) Sergio (10) José Antonio Ortiz (11) Roser Boj (12) Denís Jiménez Flores (13) Carmen Mortesino 

Autor: Fran J. Fradejas | Observador del comportamiento animal y de la naturaleza

12 comentarios en “Sonata interior | Segunda parte de la novela participativa por entregas de Fran J. Fradejas

  1. Es momento de enfrentarse a las 12/13 personalidades diferentes del protagonista en las oscuridades de su subconsciente!

  2. “parece que he vuelto a ser niño. Y delante mío, un perro. Pero antes no era un perro, no? Y la señorita? Dónde se fue? Sólo queda un armario en su lugar”

  3. Afuera, la gente se agolpaba a la entrada de los cines, como cada viernes. Sus ojos observaron distraídos la figura de una joven que cruzó la acera a toda prisa…

  4. Vi el coche nuevamente, pero esta vez era distinto, mientras sonaba mi canción favorita, el Mercedes negro se iba desvaneciendo como si lo envolviera una niebla húmeda y espesa, sin dejar rastro de él.

  5. Los ríos solitarios fluyen hacía el mar, hacía el mar, a los brazos abiertos del mar. Los ríos solitarios lloran.

  6. Era un largo y angosto pasillo. Por un momento, sintió miedo. De repente, una enorme carcajada, seguida de lo que parecía ser el sonido de una radio, rompió el silencio…

  7. Cada vez que acudía a la cita ocurría lo mismo pero en esta ocasión cuando salí de la consulta no apareció el coche pero si percibí que algo o alguien me observaba y eso me produjo ……

  8. Y es que a lo lejos se divisaban luces , luces de una ciudad. A medida que avanzabamos se distinguían miles de luces de neón de todos los colores , en una ciudad llena de bullicio , rascacielos , hoteles de lujo , casinos ….
    Dios mío !!! ¿ Dónde estoy ?
    Esto es , es , tiene que ser Las Vegas !!!!!
    No puede ser !!!
    Estoy frente al International Hotel y va a actuar Elvis Presley !!!!
    Pero en qué año estoy ?????

  9. Salí de la consulta como loco perdiendo la respiración y cuando quise darme cuenta, allí estaba, sentado, detrás de ese misterioso hombre bigotudo -¿a dónde vamos ?- pregunté – no obtuve respuesta – arrancando su vehículo a todo gas, circulamos hasta el anochecer, llegamos a un camino rodeado de cipreses, allí se detuvo sin mediar palabra. Rompí el silencio intentando abrir la puerta, puse un pie en el suelo y al levantar la mirada, pude divisar a lo lejos, un cementerio, me dirigí hacía él cuando de repente ví aparecer unas siluetas que más bien parecían duendes, pude contarlos, eran once, a medida que iban acercándose – ¡oh no, otra vez esa sonata! -exclamé – me di media vuelta y eché a correr…

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