Las fotos y la política

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De pequeño, mi madre que era costurera y todas las chicas que cosían con ella, escuchaban un programa de radio en el que una señora madura – creo que se llamaba Elena Francis- contestaba cartas en las que le planteaban todo tipo de problemas. Una señora  enferma, una chica que había discutido con el novio, otra que estaba desesperada por cualquier motivo y así hasta el infinito. Aquella mujer tenía soluciones para todo. Recibía cartas, recuerdo, solo de mujeres, asiduas a su programa radiofónico, aparte de mi que solo era un niño, radioescucha por un taller de costura en su casa.

No por eso me hice modisto. Conseguí, tras muchos avatares, acceder a un puesto en una Jefatura Provincial de Tráfico, gestionando multas, permisos de conducción, vicisitudes de las autoescuelas, transportes peligrosos y complicados por carretera y muchas otras cosas que se cuecen en esos organismos oficiales, considerados esenciales para el buen funcionamiento del país.

Hoy no soy nada. No gestiono nada. Después de cuarenta y dos años,  hace dos meses me mandaron una carta diciéndome que paso a formar parte de un colectivo maldito: las clases pasivas. Unos inútiles que lo único que hacen es gastar dinero, hacer cola en los centros de salud  buscando recetas para sobrevivir y pedir que les suban las pensiones. Como si el estado no tuviera otra cosa que hacer.

De la noche a la mañana me he encontrado en una situación lamentable. No tengo motivo para levantarme, tampoco para acostarme. No sé qué hacer y la mañana se alarga hasta la eternidad. Lo mismo la tarde. Cambio de cadena una y otra vez y en cada programa, de esos que llaman de variedades, hablan y de empecinan en dar importancia a una gilipollez distinta. Los informativos repiten hasta la saciedad la misma noticia y todos, sin excepción, dan la versión que interesa al grupo que paga, al dueño de la marca.

No sé si apuntarme a un gimnasio. Dicen que es esencial para los mayores de sesenta y cinco eso de enchufarse a una máquina  – la que sea- y hacer Pilates – ni idea de en qué consiste -; hacer cardio  – tampoco porque mi corazón lleva muchos años funcionando sin problemas y nunca he hecho esa cosa-; hacer kick boxing  – nunca en mi trabajo ha llegado el agua al río como para tener que pegarle a nadie-;  inscribirme en crosfitt – ya impresiono bastante sin músculos, como para potenciarlos-; bailar zumba – ¿qué es eso, algo con una negra cubana o una brasileña? ¿A esta edad alguien cree que estoy para hacer el ridículo? -.

La semana pasada estuve en Benidorm, en un viaje organizado por el  parroco de Santa Genoveva. No soy de ir a misa, pero hablaron de un viaje barato y me apunté. No volveré en mi vida. Una señora, algo entrada en carnes, me sacó a bailar cuando sonaba aquella canción famosa de una chica con acordeón, hablaba de pajaritos. Me mantuvo agarrado con la siguiente, parecida al himno nacional: Viva España. La última una que hababa de ir a los toros con minifalda. No creo que aquella señora oronda cupiera en ese minúsculo trozo de tela. En tres canciones –  no podía hablar mucho porque estaba contando los pasos para no equivocarme- me sometió a un interrogatorio, modelo para los militares de la Gestapo. ¿Vives solo? ¿Tienes pensión? ¿Cuánto cobras? ¿Tienes coche? ¿Puedes conducirlo? ¿De qué marca es el coche? ¿Tienes piso en la playa?  ¿De cuántas habitaciones? ¿Dónde está tu casa?

La señora no me amargó el baile porque cuando acabó el ultimo acorde cantado  fervorosamente por Manolo Escobar, argüí un tirón muscular para sentarme  inmediatamente.  Le dije compungido: creo que la minifalda me ha desencajado. Se sentó a mi lado y todo fue mucho mejor  – se fue a otro sitio- cuando le dije que mi pensión era  de ochocientos euros de los cuales se me iban trescientos en el alquiler de una habitación porque mi piso se lo había quedado mi ex después de un divorcio traumático. Filomena, que así se llama la jubilada manchega, mi pareja efímera de baile, no quiso saber nada más de mí. Ni esa noche ni en los otros días que duró la excursión. Debió de filtrar mi pensión – la cifra es falsa- porque ninguna se acercó a comprobar mis cualidades como danzante.

He vuelto de Benidorm  a la ciudad de la niebla. No sé si ir al psiquiatra -por la depresión- o apuntarme a un nuevo viaje para experimentar mi éxito masculino – exigiendo, evidentemente, petición por escrito previa, como las citas de la administración, antes de cualquier tentativa de acercamiento-. No vayamos a pollas que dicen en Granada.

Desde hace cuatro días he recuperado las ganas de vivir. Se acabó el hastío y he tirado a la basura los Tranquimacines y el Anafranil que me recetó el psiquiatra. No necesito pastillas.

El lunes  – bendito sea el guasap tan denostado- a las ocho en punto sonó un pitido y apareció una foto en mi teléfono. Una mujer casi irreal. La foto estaba cortada, no se le veía la cara. Decir preciosa es decir poco. ¿Tipazo? Es decir poco. Perfecta. El paradigma de la perfección. Desde el lunes  he recibido puntualmente una foto a las ocho de la mañana. Excelsa. Indescriptible. Incomparable con todo lo visto hasta ahora…pero sin cara. Tengo una razón para seguir viviendo: buscarla.

Imposible acceder a ella. Su cuerpo perfecto, sin una estría ni un desmadre por ningún sitio, su perfección, indican que puedo ser, no ya su padre, sino tal vez su abuelo. Me da igual, solo quiero ver su cara, saber quién es y, tal vez, si soy capaz de articular palabra, preguntarle por qué he sido el destinatario de ese regalo espectacular matutino.

Me importa una mierda que Barcala – yo lo he considerado siempre un hombre inteligente- haya permitido que se programe en el Ayuntamiento un curso de Tarot para mejorar carreras empresariales. El siguiente será uno impartido por la bruja Lola para poner velas negras a los rivales comerciales, uno de Islam y otro de Antiguo Testamento para sintonizar con las nuevas olas de creyentes que nos invaden y otro de bailes de salón para hacer conocimientos e intimar con cualquier cliente que se ponga a tiro. Del curso de Feng Shui no digo nada porque no tengo ni idea de qué es ni para que sirve eso.

Por una vez en mi vida, y sin que sirva de precedente, daré la razón a Aznar, aunque la Faes me da mucho más que repelús: hay que salir a la calle y rechazar la amnistía que se está pactando para conseguir los votos catalanes y vascos. Los códigos penales  – vean la reforma de la excelentísima Montero que ha terminado como el rosario de la aurora- no se pueden redactar como las orejas en las corridas de toros, a petición del respetable. Y si tenemos que despenalizar un delito para conseguir seis votos, lo hacemos y si hay que retorcer la Constitución se retuerce. Si vamos a desmantelar la Constitución ¿ Por qué no aprovechamos e instauramos la República?

Este tipo de maniobras desencadenadas solo a instancias de la necesidad de unos votos para mantenerse en el poder nunca acaban bien. Ayer en la celebración de la Diada catalana  – todo el rollo y la efemérides de  Casanova y el año 1714, en el que por cierto los catalanes no luchaban por la independencia sino a favor de los austracistas y en contra de los borbones, a ver si estudiamos un poquito más de historia-, lo escuche claramente de boca de todos sus líderes: no vale solo con la amnistía, también vamos por la  autodeterminación y la independencia. Hay que dársela porque son seis u ocho o diez o doce los votos que faltan para permanecer en La Moncloa. Hasta Felipe González y Alfonso Guerra   – grandes- han dicho más o menos lo mismo.

Me da igual. Esta mañana a las ocho he tenido mi foto, desde el cuello hasta las rodillas, imposible de describir, mágica, divina.  Inicio mi vuelta a la ciudad a ver si consigo verla en persona y no solo en este aparato diabólico del que ya no podemos prescindir.

ARTÍCULO DE MANUEL AVILÉS PARA H50 DIGITAL
Manuel Avilés

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