Hablemos de las cárceles y la historia de España (XVII parte)

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La vida sigue. Está acabando el mes de octubre y ya estamos con las “americanadas”. Hace años el día de los Santos y los Difuntos – además de llenarse los cementerios, cosa que continúa pasando-  era tradición representar la obra Don Juan Tenorio, un burlador de mujeres, alguna monja incluida  – les recomiendo que lean mi libro que saldrá en breve 357 Magnum. Por ti me juego la salvación-, que termina el día de Difuntos y consigue salvarse de la condenación eterna. Esa es la clave. Con la eterna condenación en las llamas del infierno nos han tenido acojonados durante décadas en lo que se llamó Nacionalcatolicismo, una extraña unión de política franquista y religión rancia para tener al pueblo controlado. Hoy, consumado ya el desmadre total aun con otra dictadura estableciéndose, que hace – por ejemplo- que los escritores se autocensuren  para ser políticamente correctos, nos instalamos en la gilipollez del Hallowen, palabra que no sé qué significa ni me interesa. En mitad de los crímenes de guerra cometidos en la Franja de Gaza, en Cisjordania y en Israel  – nunca se cerrará la discusión de quien pegó primero-, el conflicto se eterniza con la religión y la palabra que dicen de Dios como justificiación. En medio de eso, nosotros nos alienamos y disfrutamos con las calabazas y los disfraces cadavéricos del Hallowen. ¡Qué bonito!

Habíamos dejado nuestra historia penitenciaria en la llegada de Antonio Asunción, sin ningún género de dudas el mejor gestor  penitenciario del siglo XX, incluido García Valdés que marcó un hito con la creación de la Ley General Penitenciaria.

Habíamos dejado a Antonio con los motines de principios de los 90, con las grandes trifulcas carcelarias que montaron unos cuantos listos y psicópatas como ellos solos -leed de nuevo ese artículo de los motines- , con las cartas provocadoras a los jueces, poniendo verdes a sus esposas a las cuales no conocían, para conseguir reunirse en las comparecencias judiciales y liarla gorda, y con la creación del FIES, causada por todo lo anterior.

Eso no era sino un fichero administrativo para tener controlados – no olvidemos que las cárceles son una institución de control total- a distintos colectivos susceptibles de crear verdaderos y grandes problemas: internos muy conflictivos, grandes narcos, delitos de notoria repercusión social, funcionarios y cuerpos de seguridad, etc…

El FIES, impuesto no por un capricho de Asunción ni de quienes nos reunimos con él decenas de veces para crearlo – no daré los nombres pero me acuerdo de todos- fue la percha de los palos desde el minuto uno. Todos los supuestos defensores de los derechos humanos se tiraron al cuello y, a punto estuvo de costar un disgusto serio, pues una jueza de Sevilla procesó y llevó a juicio a varios directivos de prisiones por entender que había rigor innecesario en este control absoluto y riguroso de presos extremadamente peligrosos, como ya he contado por encima en el artículo anterior. En El País de 17-julio-1996 está la sentencia absolutoria de la Audiencia Provincial de Sevilla .

Personalmente he sido siempre defensor escrupuloso de los derechos humanos, pero también lo he sido del orden y del respeto a los derechos de los otros – siempre los más débiles-  en los centros penitenciarios. ¿Tenemos que defender solamente los derechos de los más violentos, de los que roban, extorsionan, apuñalan y matan a sus propios compañeros o a los funcionarios y dejarlos que se pasen todo por el forro, amparados en esos “derechos”?

Echen un vistazo por la historia de los motines y verán el acierto de ese régimen Fies. Realmente eran ochenta o noventa individuos altamente peligrosos quienes se habían adueñado de las cárceles y campaban a sus anchas mientras que todos los demás vivían atenazados por el miedo., incluidos los funcionarios.  Mi concepto de Justicia dista mucho del “café para todos” o de “tratar a todos igual”. Justicia es tratar a cada uno como se merece y, desde luego, defender siempre al más débil del abusón y del avasallador, del Kie, del más macarra y más violento en la cárcel y os puedo asegurar que, después de cuarenta años, sé de qué estoy hablando.

No se me olvida el acojono real y verdadero, la tragedia que se mascaba por momentos y cómo, en la sexta planta de Alcalá 38. Allí preparaban la defensa de los encartados en el gran lío del Fies en Sevilla. Dirigía ese cotarro mi profesor de penal – al que  recibí varias veces como abogado, siendo yo Director de Picassent-  el catedrático Javier Boix, que también tuvo que intervenir – no olvidemos que Antonio Asunción era valenciano- en algún otro marrón sonado que algún día contaré.

De todas maneras, la cabeza de Asunción era demasiado potente como para quedarse solo en los motines y las grandes broncas que unos cuantos psicópatas liaban, cada día, en una cárcel distinta. Asunción pensaba en cosas más complicadas, era un hombre tan honrado como ambicioso político, y las encontró.

Hasta que llegó él, todos sin excepción pensaban que cuando caía preso un terrorista, ya se terminaba su historia. Estaba en la cárcel y punto final. En el 88 en España campaban por sus respetos los etarras, los grapos, los comandos autónomos anticapitalistas y algún otro grupúsculo de menor importancia, aparte de bandas contadas de ultraderecha, el Batallón Vasco Español, por ejemplo,  cada vez más marginadas.

Os voy a dar una exclusiva, para vosotros, penitenciarios. Ha salido hace poco un libro escrito por Juan Antonio Marín Ríos, leedlo. Ese sí que sabe. No como tantos criminólogos y etarrólogos de salón, que hablan y escriben y no han visto un terrorista, ni un asesino, ni un violador múltiple salvo en los carteles que antes había en las estaciones de tren. El libro de Marín se titula  “Para ti, mi vida”. Sumamente interesante.

Seguimos. Asunción se dio cuenta de que los terroristas, incluso en la cárcel, eran un tesoro para el Estado y para la lucha contra el terrorismo que era su tarea cuando estaban en libertad: matar, secuestrar, extorsionar, causar estragos…, lo que ellos llaman “guerra asimétrica y liberadora”. No tenía sentido pensar que cuando un terrorista entraba preso había que amontonarlo en cualquier cárcel cochambrosa y olvidarse de que existía.

En una reunión de directores, a principios de los noventa y de la que me expulsaron por insultar con un calificativo no reproducible a uno de los que estaba allí – muy mal hecho por mi parte-, Asunción anunció el gran giro de la institución: las cárceles dejaban de ser un almacén de terroristas caídos y arrumbados sine die, y pasaban a ser uno de los pilares esenciales de la lucha contra el terrorismo. En las prisiones, a partir de ese momento, los terroristas no iban a estar vegetando y siendo vigilados y manipulados por su entorno, los terroristas iban a ser estudiados minuciosamente, uno a uno y de ahí, el Estado iba a sacar partido. Uno de los directores presentes, creo recordar, dijo “textualmente: yo no soy un policía, y soy un gestor”  – negándose a participar como director de una prisión en la lucha contra el terrorismo-. Ahí vino mi insulto del que me arrepiento públicamente.

Hasta  que llegó Asunción, los terroristas estaban agrupados en unas cuantas prisiones: Soria, Herrera, Zamora… los grapos – hasta que los sacaron por la famosa fuga que ya conté- , y poco más. Esto facilitaba mucho la labor de la llamada izquierda abertzale, del MLNV- Aznar llamó a ETA  Movimiento de Liberación Nacional Vasco en un afán de darle jabón, cuando ETA solo era la punta de lanza de ese movimiento, la vanguardia armada que decían ellos y el movimiento era algo mucho más amplio y complejo-.

Ese movimiento controlaba a sus presos fundamentalmente a través de dos mecanismos: los abogados, que ejercían como “abogados de ETA” – noten la diferencia entre el sentido subjetivo y objetivo  del genitivo “de ETA”-, y los familiares que eran controlados en las excursiones semanales que hacían a cada prisión y sometidos al pase de lista y a la catequesis antes, durante y después de cada viaje. Yo, no nadie sino yo con estos oídos que dentro de poco irán a parar al crematorio, he oído quejarse a algunos etarras y a familiares – cuyo nombre no diré-: “oiga, es que si uno no va a la cárcel tal o cual, a montar el número en los alrededores con los cohetes y las pancartas, o no acude a la manifa, vienen a pedirle explicaciones”. El control social de la sociedad vasca en ese terreno, la presión, ha sido terrorífica y también podría dar nombres.

Asunción se cargó de un plumazo el estatus de todo el Movimiento y su manera de hacer cómoda, incluso financiada a veces sin saberlo desde los servicios sociales que “ayudaban” a la familia a visitar a su hijo-hermano- sobrino…etc. Se terminaron las procesiones a Soria y a Herrera y ETA tuvo que multiplicar sus comisarios políticos, uno por cada cárcel al menos, para evitar la desbandada y seguir afirmando con letras gordas en el Egin que “el colectivo de presos es un piña”. Una falsedad como la copa de un pino como demostró una carta intervenida entre Jokin Zubillaga y Guillermo Arbeloa Suberbiola – candidato batasuno al Parlamento Navarro- que afirmaba claramente que “de la piña no queda ni el zumo”.

Asunción tuvo la genial idea de la dispersión. Reunirlos a todos en un par de cárceles – se pensó en su momento- era una manera de tenerlos controlados, con muchas medidas de seguridad y a menor coste. Dispersarlos fue la gran idea para acabar con la banda. Por eso, hoy, que ETA no existe, no tiene sentido la dispersión porque no se pensó como castigo añadido sino como herramienta para derrotar la organización, unida a otras herramientas del Estado.

El éxito más sonado de la dispersión – inútil sin la otra cara que era la reinserción por más que la derecha ladrara continuamente contra ella- fueron las llamadas “cintas de Nanclares”. En ellas, dos miembros destacados de ETA, criticaban a la organización con ocasión de dos atentados especialmente odiosos: la muerte del niño Fabio Moreno por una bomba lapa en el coche de su padre en Erandio y la gravísima mutilación de Irene Villa también por una bomba en el coche de su madre.

Isidro Etxabe y Jon Urrutia criticaron esos atentados con un par de cojones. No entro en lo que hicieron antes, sé lo que hicieron en ese momento. Nadie hablaba, nadie se atrevía porque aún era fresca la memoria de  la asesinada Yoyes. Ellos se atrevieron y ahí le entró a la banda un auténtico torpedo en la línea de flotación que propició su hundimiento definitivo. Con esas conversaciones empezó y se hizo grande la llamada “vía Nanclares”. Algunos se habrán intentado colocar medallas que no ganaron. Yo sé que la inventó Antonio Asunción y sé quiénes la hicimos. Luego, en tropel y al grito de ¡maricón el último!, querían hablar todos pero en el noventa, con el clima de terror plenamente instalado no hablaba ni Dios, solo Etxabe y Urrutia. Ya les contaré.

Como dice mi buen amigo Juan Alberto Belloch, otro grandísimo ministro, a ver si estos aprenden: si no decimos lo que pensamos a los cincuenta años ¿a cuándo vamos a esperar? Lo que pienso lo escribo en ese libro, unos cuantos años más tarde de los cincuenta pero libremente y sin miedo a nada.

Yo no digo, en el libro que ya conocéis  “De prisiones, putas y pistolas”, que las cárceles acabaran con la banda ETA. Acabó la Policía, la Guardia Civil, los jueces, las medidas sociales y políticas, la creación de Europa y …las cárceles y una vez más me ratifico en lo dicho. Ese libro ha sido silenciado conscientemente en el País Vasco por el PNV, Bildu y el PSOE, porque las dos figuras esenciales, que dieron origen a la desbandada de los presos y posibilitaron la Via Nanclares, o sea Etxabe y Urrutia, siguen estigmatizados como traidores mientras que otros, Otegui por ejemplo, van de líderes y hombres de paz.

Ya lo afirmó Friedrich Nietzsche: Todo está sujeto a interpretación. La interpretación que prevalece en un momento dado es una función del poder, no de la verdad.

Manuel Avilés

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