Hablemos de las cárceles (VI parte)

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Crónicas desde la cárcel de Ocaña”. Columna de Manuel Avilés*, director de prisiones jubilado y escritor, para h50 Digital Policial

Hablábamos en el capítulo anterior de Carlos García Valdés, de su actitud innovadora en la Institución Penitenciaria y de cómo – desde su óptica de catedrático, los catedráticos son los oficialmente listos y preparados-  se dio cuenta de no es posible el “café para todos” y tuvo que inaugurar Herrera de la Mancha. Su fue y dio paso al siguiente, que en las cárceles como en todos los organismos del Estado, los ministros, los directores generales y todos los mandos son interinos y es el funcionario que abre las puertas el que dura más en el puesto.

Recién llegado Galavís a la dirección general, en diciembre del 79, se dio de bruces con la dura realidad carcelaria. Dos meses escasos sirvieron para que se diera cuenta de que las cárceles no eran una perita en dulce ni un trampolín para más altos menesteres.

La cárcel de Zamora – yo fui cuando la cerraron y me gustaría saber dónde fueron a apara aquellos muebles labrados del despacho del director-  tenía un ala destinada a “prisión concordataria”, habitada fundamentalmente por curas rojos, etarras, separatistas y conflictivos con el régimen. Recuerdo más de un nombre famoso: Paco García Salve, Juan Mari Zulaika, Javier Amuriza o Julen Calzada, entre otros. El régimen había acordado con la Iglesia tener una cárcel especial para curas díscolos. Y vaya si lo eran. En los años que estuvieron allí intentaron la fuga por un túnel, al más viejo estilo carcelario y organizaron un motín pegando fuego al altar. En noviembre del 73 – fuera del periodo de nuestra historia, con Franco vivo y, creo recordar con Oriol y Urquijo, Ministro de Justicia o Presidente del Consejo de Estado, secuestrado años después por los Grapo junto con el general Villaescusa- los curas de la cárcel concordataria rompieron todo, tiraron por el suelo enseres y ropa y quemaron todo incluido el altar de sus capilla y las vestimentas sagradas.  Hasta el director – un hombre que sabía mucho de cárceles y del que no hablaré- tuvo que hacer de antidisturbio en ese motín-. En su despacho, sofocada la revuelta curil,  el capellán, al que aquellos curas rojos y etarras ignoraban por sistema, hablaba con el obispo Setién, auxiliar de San Sebastián entonces y le decía: Eminencia yo creo que estos curas no creen en Dios y ambos, de rodillas y allí mismo, empezaron a rezar un padrenuestro por las almas de aquellos herejes rebotados con la Iglesia oficial.

Quedan muchas historias en esa cárcel concordataria zamorana, vergüenza de la Iglesia y de un Estado que, aun franquista, quería ser moderno. Recordemos una imprescindible: el pobre Enrique Galavís se estrenó con una fuga sonada que llevaba meses preparándose y de la que los funcionarios no se habían enterado, cómodos en una cárcel pequeña en una provincia que comenzaba a formar parte de la España vaciada.

Ha muerto Luis Eduardo Aute. Miles de buitres callados/van extendiendo sus alas/ ¿No te destroza amor mío/ esta silenciosa danza?/¡ Maldito baile de muertos/ pólvora de la mañana!  Creo que ya lo he dicho en otro artículo pero… fue tan importante que no me privo de repetirlo. Los más jóvenes a lo mejor ni siquiera lo conocen, mucho menos saben si tiene, como escritor, como cantante y como el gran poeta que fue, alguna relación con las cárceles. Aute escribió en 1975 la famosísima canción “Al Alba”, hecha cuando Franco – en las últimas, pero con el instinto del tiro en la nuca aún vivo, recordad su pasado y su vertiginoso ascenso africanista- firmó y mandó ejecutar las últimas sentencias de muerte en la reciente historia de España. Desde el primer ministro sueco Olof Palme – luego asesinado también- hasta el Papa Pablo VI, pidieron junto con la comunidad internacional que Franco conmutara las sentencias. No lo hizo. Se murió tres meses más tarde con las muertes de los últimos fusilados pisándole los talones.

Un año antes, el 2 de marzo del 74 – yo estudiaba entonces  Filosofía en el Hospital Real de Granada, hoy Rectorado de la Universidad y hubo una gran movilización universitaria por ese motivo- fueron ejecutados por medio del garrote vil – ya explicaremos algún día el método y el artilugio de matarifes- el alemán Heinz Chez en Tarragona y el anarquista español Salvador Puig Antich en la cárcel modelo de Barcelona – este sí era anarquista-. Puig Antich pertenecía al Movimiento Ibérico de Liberación y fue condenado por la muerte de un policía en un atraco – muerte de la que siempre negó ser el autor-. Este movimiento era el mismo al que pertenecía Oriol Solé Sugranyes, uno de los participantes en la famosa Fuga multitudinaria de etarras en Segovia – también fuera de nuestro periodo histórico- que tuvo lugar en abril del 76. Huyeron en un camión de troncos, con un habitáculo preparado en el interior del mismo  se dispersaron al llegar cerca de la frontera con Francia. Orial Solé fue muerto en un enfrentamiento con las fuerzas de seguridad en Burguete, cuando intentaba pasar a Francia tras la dispersión de los evadidos para aumentar sus posibilidades de éxito en la fuga.

Volvamos al inicio. Aute creó Al Alba contra los fusilamientos de tres miembros del FRAP y dos de ETA. Los del Frente Revolucionario Antifascista Patriótico se llamaban García Sanz, Sánchez Bravo y Humberto Baena y los etarras Angel Otaegui Etxebarría y Juan Paredes Manot. Sánchez Bravo era un broncas exaltado – lo que no es motivo para ser fusilado, evidentemente-. Baena era un pobre chico gallego que se despedía de sus padres sin entender por qué iba a ser fusilado. Un antiguo funcionario – no diré el nombre, pero era tan buena persona que jamás oí a nadie hablar mal de él. Bueno…lo diré gran trabajador y gran persona, Angelillo Cavero- me enseñó la última carta manuscrita de este chaval horas antes de su fusilamiento. Era la carta del que sabe que va a morir irremediablemente y, sin saber cómo ha llegado a esa situación, cuenta a sus padres que no llegará a cumplir veinticuatro años en unos días porque será fusilado antes. Lo mismo Otaegui. Pasó la noche en la oficina de administración de la cárcel de Burgos, que designaron como capilla, no cenó pero sí pidió una botella de vino. Luego quiso que se la  retiraran para no ir borracho al paredón y dar una imagen indigna. Contó chistes y habló de la Real Sociedad y del Atletic de Bilbao – con Carlos Salinas, magnífico funcionario, que lo acompañó la noche entera a petición de él. Este funcionario ejemplar también me ha dado algunos datos que desconocía de la inauguración de Herrera de la Mancha y es justo citarlo con agradecimiento-. La procesión iba por dentro pese a la imagen de entereza. Se quejaba resignadamente de cómo el que había disparado contra el guardia civil se salvaba, y al que solo era colaborador no le conmutaban la pena. Toda la noche pendientes del teléfono, pero no hubo perdón. Fue fusilado de espaldas, de cara a la pared y con las manos esposadas atrás, en el patio de la granja de la cárcel de Burgos. Seis u ocho disparos. En el último momento quiso volverse para decir algo, pero no le dieron tiempo.  De Paredes, Txiki, solo sé que era extremeño – he tenido después a decenas de etarras de mil sitios de España menos del País Vasco, que parecían tener que hacer más méritos de cara a la galería por su origen foráneo- y que  euskaldunizó el nombre, Jon, y el segundo apellido que era Manotas, como tantos otros que se cambiaban  José Antonio  por Antxon, Jesús por Josu, Manuel por Imanol o  García por Gartzia para maquillar el pedigrí inexistente. Personalmente pedí su expediente a los catalanes – fue fusilado en Barcelona – para que estuviese junto a los demás en la Secretaría de Estado y educadamente me mandaron a hacer puñetas y enviaron una fotocopia. Contrariamente nosotros – en persona lo entregué por orden superior- les dimos en mano el expediente de Jordi Pujol que cumplió condena  en la cárcel de Torrero en Zaragoza redimiendo pena por su trabajo como ordenanza de enfermería porque era médico. Decenas de etarras de muchos sitios que no eran el País Vasco. Recuerdo, casi con vergüenza, un memo que me mandó una instancia en Naclares: “Josu tal y tal. Prisionero político vasco….”. Le contesté diciendo. No mande instancias con mentiras. Usted no es prisionero, usted es penado con un juicio justo y no metido en ningún campo de concentración en ninguna guerra  – yo creía entonces en la Justicia todavía, de la que estoy bastante escamado por motivos que escribiré en su momento. Este tipo cochambroso, era de Albolote, un pueblo cercano al mío y en un bar  en Euskadi  – para hacer méritos- había guardado una caja con armas de la organización terrorista.

No piensen que lo dicho antes, o en otros artículos, es  andar por la ramas ni batallas de abuelo cebolleta. No les quiero contar mis memorias. Lo que quiero es que sepan de dónde venimos y, en concreto, de qué cárceles y de qué régimen se ha evolucionado hasta las de ahora.

Recordados el autor y la letra de Al Alba y por qué se escribió, volvamos a nuestro cometido.   Andábamos acabando el año de 1979, había sido nombrado en octubre Enrique Galavís, un ingeniero que no conocía prisiones, como director general. Cerca de la Navidad, noche cerrada en la cárcel de Zamora, tuvo Galavís su estreno penoso – ya hablamos de su ser concordataria con una Iglesia vergonzantemente plegada y aliada con el franquismo- cumplían condena en ella unos ciento veinte presos, más de setenta pertenecientes al Grapo. Casi a media noche, los funcionarios echan en falta a cinco grapos, los más dirigentes,  los más peligrosos: Celdrán Calixto, Collazo Araujo, Hierro Chomón  –  secuestradores del ministro Oriol y del general Villaescusa- Brotons Beneyto y Martín Luna, ,asesinos del capitán Herguedas de la policía.

Con absoluta reserva incluso para los demás compañeros de cumplimiento – que casi  lo tomaban a broma entendiéndolo como imposible porque habían fracasado poco antes en Soria lo que motivo su traslado a Zamora- cavaron un túnel desde los lavaderos del patio hasta el exterior de la cárcel, ocultándolo perfectamente tras los mismos azulejos que quitaban con cuidado y volvían a colocar al terminar cada día la faena. La fuga, “Operación Gaviota” la llamaron los grapo, sobresaltó a la opinión pública e hizo exclamar al demócrata Fraga: Las cárceles españolas parecen un queso gruyere y añadía, metiendo miedo en su estilo,  que en 1979 había habido más de seiscientos atentados terroristas con doscientos cuarenta y siete muertos, lo que causaba gran inquietud a los españoles, ponía en peligro la transición e incitaba al ejército a intervenir con un “golpe de fuerza”. Premonitorio el siempre brillante Fraga, el de “la calle es mía”, aquel señor al que le cabía el estado en la cabeza.

Los grapos venían de un fracaso sonado con un túnel similar en la prisión de Soria, pero en Zamora, las garitas mal vigiladas, la niebla espesa por el Duero cercano,  la prisión mal construida y erosionada con una cámara de aire en los lavaderos que era un depósito y almacén ideal, y algunas concesiones del inspector de zona, don Gonzalo,  un inútil me contaba un magnífico funcionario que lo conoció y lo sufrió, se conjuntaron para el éxito. Hasta se rieron del famosísimo Comisario Conesa, un franquista de mucho pedigrí- así de bien tenían disimulado el túnel- que, días antes de la fuga y tras un minucioso registro de la cárcel afirmó solemne: No hay indicios de intentos de evasión. Y el túnel estaba en los lavaderos. Siempre, en las cárceles viejas los sitios ideales para túneles y para guardar pinchos o artículos prohibidos y para montar timbas memorables – la droga aún no había hecho irrupción salvo algún ex legionario que le daba a la grifa o al kiffi- eran los aseos de los patios porque eran visitados muy poco y cacheados solo por encima, por razones evidentes. Además siempre disponían en los aledaños de alguno que, haciéndose el desentendido, daba el agua si veía algún peligro y cobraba bien por ello: los tigres, lugares para montar timbas, ideales para el mariconeo de los bujarrones, para ajustar cuentas en peleas casi organizadas como las de las películas del cine clásico y para decenas de cambalaches. También sitios de negocio como parquet de las bolsas actuales con el aguador en la puerta. El que “da el agua” avisa del peligro en el caso de que el funcionario se acerque por allí, cosa que pasa muy poco.

La fuga de los grapos de Zamora hizo montar en cólera al Director General Galavís, al Ministro Cabero y al propio presidente Suárez. Hasta  García Valdés sugirió en una entrevista esos días que los presos terroristas tenían que estar vigilados por militares y en cárceles militares. Craso error pues eso les habría dado el estatus que querían: prisioneros de guerra en manos de un enemigo muy superior, una de las claves del terrorismo que aclaramos cuando quieran. Cesaron fulminantemente al director de la cárcel, que llevaba un par de meses en el puesto, Pedro Romero, politiquillo aficionado, que  se rehízo profesionalmente en aquel primitivo Sindicato Democrático, un huerto de colocaciones y de enchufes dicho con todo respeto y con la lejanía que da la historia,   aunque de algo sirvió. Poco, según recuerdo salvo para beneficio de sus líderes.

Columna de Manuel Avilés*, director de prisiones jubilado y escritor, para h50 Digital Policial

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