El amor y las estafas

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¡Qué bonitos eran aquellos tiempos en que solo había un tonto por pueblo! Ahora te das una vuelta y surgen como champiñones en una cueva húmeda.

Perdón, la palabra tonto ya no se puede decir porque te fusilan sin juicio. Este verano, presentando “El gato tuerto” hablé del protagonista, un negro cubano y rápidamente saltó un espontáneo frenético diciendo: ¡Esto es insoportable. No se puede decir negro!  ¿Que digo entonces? – pregunté  acojonado porque soy un hombre de asustar fácil-. Hay que decir hombre de color. -Yo respondí sin perder el acojono y viendo que sería linchado en breve- de color soy yo, que soy piel roja. Este, te aseguro que es negro.

Menos mal que en En el gato tuerto lo defiendo. Digo que es un jeta, pero no es un violador. Hasta ahí llego. Hasta distinguir un tirador de tejos profesional y un jeta, de un violador. Además, ser jeta no está tipificado como para tragarte diez años de talego, un día detrás de otro, por mucho que el feminazismo se empodere.

He tenido presos, en mis cuarenta años de cárcel, a miles de violadores y los distingo a distancia: escondidos, con cuchillos o destornilladores, con pistola, con martillos, en cuadrilla, en descampado, amenazando… con tres colegas acojonando a la víctima desgraciada… En fin que  me he ido por los cerros de Úbeda, que el hombre del que yo hablaba es negro, es cubano, es jeta, le tira los tejos a todo lo que se mueve  – o se movía- pero no violó. Punto y final y mis disculpas a aquel espíritu exquisito que no puede pronunciar la palabra negro, porque yo llamo negros a mis amigos Felipe Mba, Acacio Nguema, Juan Matogo, Poli Chukwemwka… ellos me llaman piel roja y seguimos siendo amigos, porque nada más lejos de nuestra intención que ofendernos con el color que cada uno tiene.

No cabe un tonto más en este país. Nunca me han gustado las matemáticas. He sido siempre  – y continúo- un autentico inútil para ellas. Cuando en Derecho estudié Economía y cuando en Criminología estudie varias Estadísticas  – ni puta idea de ninguna- las aprobé por casualidad y con chuletas para no agotar las seis convocatorias.

Ya sé por qué fue. Hoy me he enterado: no nos daban las “matemáticas afectivas” tal y como las dan hoy. Yo no sé qué es eso. Entiendo que deben darse bailando agarrado o algo similar. Esta gente se cree que ha descubierto el Mediterráneo. En el año 63, con ocho años, mi maestro Don Adolfo  – terrateniente en mi pueblo en el que yo era pobre, y magnifico maestro- ya nos examinaba de “lectura comprensión” y la van a descubrir sesenta años después . Lo dicho. No cabe un tonto más.

Me asombro viendo el telediario, que es una de las pocas distracciones que nos quedan a los ancianos pobres. Ha habido un crimen triple en Morata de Tajuña, aquel pueblo en el que vivían – creo recordar los moros, perdón, que tampoco se puede decir moro-,  que montaron los atentados de los trenes de Atocha. Han matado a tres abuelos, hermanos, más o menos de mi edad. Un poco más que yo todavía puedo pasar por sesenta años.

El asesino  – ya no sé si hay que cogérsela con papel de fumar y decir presunto porque el tipo se ha entregado confesando-. Venga el presento asesino es un paquistaní Dilawar Hussain, que ha matado, según oigo, a los tres hermanos, como venganza por una deuda impagada. Eso es el cobrador del frac a lo bestia. Los crímenes por deudas – la policía los suele llamar ajustes de cuentas- son corrientes y hoy, criminológicamente hablando no me interesa tanto el crimen de los tres, cuanto el origen de la deuda.

He escrito algunas veces más sobre los “estafadores del amor”. En un artículo incluso titulé: Pasaron los tiempos del tocomocho.

Los delitos cambian con los tiempos y cada delincuente se adapta como puede a los tiempos que corren. Hoy es muy difícil perpetrar el timo de la estampita, pero los estafadores no paran y, como dirían los cursis, se reinventan a diario. Jamás, en cuarenta años de cárcel he visto a un estafador reinsertarse. Como dicen en mi pueblo “lo llevan en la masa de la sangre”.

Hoy, con las redes sociales, que mienten más que hablan, los estafadores, psicópatas puros, que no tienen el menor pudor en dejar pasando hambre a una familia entera, si ellos se pueden llevar la pasta limpia, todos son: militares en Siria, médicos en Inglaterra  – también todas, que las hay finísimas pero a mi el lenguaje inclusivo, todos, todas y todes, me parece imbécil-, modelos en Brasil, capitanes en Irak y, menuda manía, todos escogen para ser militares al ejercito americano. Ni uno solo he visto que diga ser de Hamás.

¿Cuál es la clave? Primero se declaran: me gustas mucho, te veo guapo, me apetece conocerte, te voy a hacer un hombre cuando te coja por banda. Y todo esto se acompaña generalmente de fotos que no son del tipo que te habla. Puede parecer una señora cañón, rubia como los trigos a la salida del sol y el que está escribiendo es un negro del Camerún, con michelines y los dientes como perlas…escasísimos.

A todos nos han entrado y a mi también. ¡Hola! Te he visto en tu perfil y me gustaría conocerte. Yo respondo siempre porque, al publicar libros y artículos, quiero que tengan difusión y, al haberme dedicado al delito tantos años, soy curioso y me gusta ver dónde desembocan esos enamoramientos volcánicos. Es lo que podríamos llamar trabajo de campo porque soy consciente y no se me ha ido la olla hasta tal punto que pueda pensar que una chica preciosa de treinta y cinco años se va a enamorar perdidamente  de un carcamal de mi calibre. Ya me puedo dar con un canto en los dientes si se me enamora una abuela jubilada de Medina de Rioseco, que baila los pajaritos en un hotel de Benidorm con los viajes del Inserso.

¿Cual es el problema? Uno solo: la soledad. El hombre es un cúmulo de sueños y de anhelos y todos nos queremos ir a Cuba un par de semanas con un pibón para… para nada. Para hacer allí el ridículo. Con la edad, baja la potencia en todos los órdenes, bajan las hormonas, salen arrugas y los músculos que formaban tabletas admirables en el abdomen se descuelgan porque todo lo que sube, baja. Bien por la gravedad, o bien por su propio peso.

El hombre  – también la mujer, joder, no demos más vueltas con la gilipollez del inclusivo- tiene un único problema: no quiere morirse, no quiere acabarse, no quiere marchitarse ni caer en la ruina y mucho menos quiere hacer eso solo. Cuando un abuelo – aunque no tenga nietos- ve una foto de una chica  en lencería, con encajitos y transparencias  – aunque el que la mande sea un búlgaro con dos dientes de oro- que le declara su amor, le sale eso que llaman vulnerabilidad por las orejas.

Una me pidió amistad y se me declaró apasionadamente tres veces, con la misma foto, pero con tres nombres y tres cuentas distintas a las que le tenía que mandar el dinero, ninguna de España, una de Francia y otra de Lituania. Hasta me dijo que estaba ingresada en una clínica y, tras preguntarle en cual e investigar, comprobé que era una clínica dental vasca en donde, logicamente, no dejan a nadie ingresado cuatro días. ¡A ver si espabilamos, que las fotos no son suyas y la identidad tampoco!

Recuerdo una – tal vez un negro de Ghana o un ruso de Siberia-  que, en mi trabajo de campo, cuando le argumentaba en contra de su enamoramiento mientras me pedía mil euros para operar a su padre de un infarto, cuando yo le decía que eso era imposible contestó: “Pues no me fueras enamorado”. Mano de santo. Le dije inmediatamente: tu eres del barrio de la virgencica de Granada y ahí operan a tu padre gratis.  Además en la foto que me enviaba de un abuelo moribundo, como yo, la almohada tenía  letreros de la Generalitat Valenciana con lo cual era imposible que el viejo del infarto estuviera en Girona. Se acabó el encanto y el amor de golpe.

La soledad. La necesidad de oír aquello que queremos. La falta de ser el centro de atención para alguien, aunque sea falsamente. El sentir que no estamos muertos del todo y que hay una chica guapa y joven que bebe los vientos por uno  – ¡que es mentira, cojones!- Ahí está la clave de los estafadores del amor. Por eso pescan en río revuelto. Ya conocen el refrán: a río revuelto ganancia de pescadores.

Manuel Avilés

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