Sucedió hace 2.000 años | II parte del relato corto de Fran J. Fradejas

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El populacho, rebosante de alegría, se agolpaba en las polvorientas calles bajo un sol abrasador.

A lo lejos, varios soldados escoltando a una persona que caminaba con gran dificultad atravesaban a duras penas la multitud. El hombre a quién escoltaban, aunque alto y musculoso, se veía delgado y de apariencia frágil. Portaba un semblante apenado, de una honda tristeza. En su cara se dibujaba la desesperanza, la más grande que el hombre ha conocido jamás.

Su ojo derecho estaba hundido y cerrado debido a un golpe que uno de los escoltas, haciendo gala de superioridad, le había propinado con un palo. En su cabeza miles de pinchos se clavaban dolorosamente a modo de corona. Por las heridas manaba abundante sangre que resbalaba por su frente, empapándole los ojos y dificultándole la visión para caminar.

Los golpes recibidos en las extremidades le impedían hacerlo, uno de los huesos se le había astillado, clavándosele en la carne. A cada paso el dolor era más intenso. Su cuerpo, bañado por la sangre que brotaba de sus heridas, descendía hasta sus pies, dejando un surco oscuro sobre la tierra seca.

El dolor del hombre debía ser insoportable, pero sabía que tenía que resistir, soportar el sufrimiento y el escarnio hasta el momento definitivo en que todo cesaría; era parte del trato que había firmado con alguien a quién amaba, para poder salvar de la muerte a otros seres, más frágiles y vulnerables que él, por quienes sería capaz de dar su vida.

Sobre sus hombros cargaba un enorme y pesado madero —parte de la cruz que le esperaba al final del camino—, intentando a duras penas sujetarlo con los brazos abiertos en su zigzagueante caminar.

Cada pocos pasos sonaba en el aire el restallido del látigo con que un soldado le golpeaba con fuerza cada vez que el dolor le hacía reducir la marcha.

Cerca de Él, entre la multitud, una gata marrón, a la que ahora llamaríamos Carey, con pelaje sucio y descuidado, observaba desconsolada la escena. Aunque su avanzada edad le hacía moverse lentamente, procuraba por todos los medios seguirlo en su recorrido, quería estar a su lado, no lo dejaría solo en su final.

A través del gentío corrían —casi volaban—, dos mujeres intentando, quizás por última vez, poder ver al hombre. Una de ellas era su madre; la otra, alguien a quien la sociedad había juzgado, y dado la espalda hacía mucho tiempo, la fiel amiga.

El hombre, bañado en sangre, tropezó. La sed era terrible, el calor le golpeaba la piel. Exhausto y febril, cayó al suelo. Un niño se acercó con un cubo y una caceta, y le ofreció agua. En el momento en el que iba a beber, el hombre levantó la cabeza y la vio… Era la gatita que lo había acompañado desde el momento en que nació; le estaba mirando como tantas otras veces en que algo le había inquietado o entristecido… con esos ojos suyos profundos y tranquilizadores, imprimiéndole valor y recordándole que, pasase lo que pasase, nunca le dejaría solo.

El reo, a quien llamaremos Emmanuel, alcanzó a beber un fugaz trago de agua, antes de que uno de los soldados diera un puntapié a la caceta y se la tirara de los labios.

Emmanuel volvió a mirar a su gata. Esta seguía mirándolo impávida entre la multitud vociferante. El látigo del guardián al grito de – ¡Arriba! -, volvió a hundirse en su espalda y, haciendo un gran esfuerzo, se levantó y volvió a arrastrar de nuevo el madero por su tortuoso camino.

Al límite de sus fuerzas, cayó de nuevo, esta vez sin poder levantarse. El guardia continuaba golpeando con saña su cuerpo mientras, entre insultos, lo desafiaba diciéndole que lo mataría allí mismo si no se ponía en pie. Todo era inútil, el hombre no podía moverse, estaba extenuado.

La gata Carey que lo acompañaba, se acercó hasta él, dejando atrás a la muchedumbre de espectadores. Esta apoyó suavemente su cabeza en la de él, ronroneando suavemente para calmarlo, como había hecho en el momento mismo de su nacimiento cuando, excitado ante el gentío que rodeaba al pequeño para adorarlo, no podía conciliar el sueño.

De repente, una fuerte patada apartó a la gata de su cara y un latigazo golpeó una de sus patas traseras.

—¡Asqueroso animal!, ¡fuera de aquí!, —gritó el soldado a la gata—, que abandonó el lugar cojeando.

El Cristo se levantó y alguien de entre la multitud, le ayudó a cargar con el madero. Llegaron a una colina en la que esperaba una gran viga de madera. Unos hombres hicieron desmontar el madero que los dos reos habían arrastrado y alguien montó con estos una cruz.

Sobre ella tumbaron al finado, abrieron uno de sus brazos y con un enorme clavo lo clavaron en el poste. El hombre gritó, el dolor era tan grande que, a duras penas, podía soportado. Ladeó su cabeza hacia la izquierda para no mirar.

En ese momento, pudo verla de nuevo, la gatita había vuelto… se acercaba a él cojeando, para subirse a una madera próxima a la cruz, donde sentó y se quedó observándolo.

El hombre, mientras la miraba, recordó los momentos felices que ambos habían pasado juntos, y eso le hizo olvidar por un momento el dolor que lo envolvía.

Estiraron el segundo brazo, uno de sus huesos estaba dislocado y no llegaba bien así que dieron un fuerte tirón, que hizo que el hombre volviera a la realidad y apartara la vista de la gata debido al fuerte dolor. Clavaron el segundo brazo y colocaron los pies juntos en la parte inferior del madero y sobre una pequeña repisa; un clavo aún más largo atravesó ambos, dejándolos firmemente sujetos y sin posibilidad de moverse.

La cruz fue elevada y clavada en el suelo. Los soldados y el gentío que observaba a cierta distancia se relajaron esperando el momento de la expiración. La gata se levantó de la madera donde estaba sentada y se acercó renqueante a la cruz. Al llegar, í, miró al Cristo, su amigo, el hijo que no tuvo pero que juró proteger siempre y se tumbó a sus pies.

En ese momento llegaron la madre del crucificado y la amiga. Habían intentado durante todo el camino acercarse a él, sin conseguirlo. Cuando lo vieron, corrieron desesperadas hacia la cruz.

Al aproximarse, la madre se dio cuenta de que había una gata bajo la cruz y enseguida la reconoció, era su gata, la que ayudó a calmarlo el día en que nació y que ya nunca se había separado de él. Estaba acompañándolo en la cruz, como ella misma hubiera hecho de haber podido. La madre se echó a llorar, se acercó a la gata y acarició su cabeza., como aquella vez, hace mucho tiempo, en señal de agradecimiento.

Cuentan que, en ese momento, una lágrima que brotaba de la mejilla de la madre cayó sobre la cabeza de la gatita y dibujó en ella la letra M. Se dice también que, desde ese preciso día, todas las gatas y gatos —descendientes de esa gata fiel— llevan la letra M grabada en la frente.

Un gran relámpago, seguido de un fortísimo trueno iluminó el cielo y el Cristo expiró. Varias personas allegadas a él, le bajaron entre lloros y pesares de la cruz y lo llevaron a una cueva donde descansaría su cadáver.

La gata acompañó, coja y agotada, al cortejo. Allí, una vez dejado al hijo que esta juró proteger y cubierta la entrada con una gran losa, se tumbó ante ella y no se movió. Nadie pudo hacer nada por levantarla, ni por apartarla de allí. Para ella, a vida ya no tenía sentido, había perdido por segunda vez a uno de sus hijos y quiso dejarse morir con él.

Tres días más tarde, se oyó un fuerte estruendo procedente de la roca que cubría la puerta. La gata, moribunda, levantó con gran esfuerzo la cabeza. En ese momento vio salir a quien todos creían que había muerto, el cual, acercándose a ella, se agachó, la acarició y besó su frente. El amor impregnó el corazón de la gata, que volvió a latir con fuerza; su pata sanó y desaparecieron todos los males que la vejez le había provocado.

El Cristo salió caminando de allí con la gata ronroneando entre sus brazos. A partir de ahora, permanecerían juntos y unidos para toda la eternidad.

 Autor: Fran J. Fradejas

Para quien desee acompañar la lectura de este relato con la música que sonaba de fondo mientras lo escribía, os dejo a continuación el enlace:

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