Manuel Avilés*
Son las cinco de la mañana. No tengo puesta la televisión. Menos mal, llevamos un mes, o más, cuarenta y cinco días con el Papa a cuestas: la enfermedad, el ingreso hospitalario, el alta, lo dejan que se vaya a casa a morir en su cama, la muerte – ahí vamos todos-, el entierro, el cónclave y los enredos políticos de pactos y componendas, de grupos de presión y tendencias de uno y otro signo a las que llaman los crédulos “actividad o inspiración del espíritu santo”. Retransmitido segundo a segundo. Pan y circo.
Me pongo en situación, algo que algunos que se llaman escritores no han hecho nunca – a ver si aprenden-: café, agua en la cara y la cabeza y música de Mozart en esa maravilla informática y que hace que no tengas que levantarte y andar dando la vuelta al disco, ni pasándole un paño para eliminar el sonido de fritura. “Et lux perpetua luce at eis…” repite una y otra vez un coro fastuoso. “Dies irae, diez illa, solvet saeculum in favilla”.
He ahí la cultura, he ahí la Iglesia que a lo largo de los siglos ha inventado liturgias para acceder a lo “numinoso”: música sacra con autores excelsos que trabajaban a sueldo de Papas y obispos, canto gregoriano en conventos aislados que creían acercarse a no se sabe qué Dios a través de un mecanismo psicológico básico de autosugestión llamado vida contemplativa, copias de códices en bibliotecas silenciosas hasta que Gütemberg revolucionó el sistema en una de las acciones humanas más decisivas de la historia, inventando la imprenta. Licores espirituosos, miedo a la condenación eterna convenientemente recordada a diario en un intento vano de dominar a los instintos básicos. ¿Quién niega la influencia decisiva, a veces salvadora – pocas- y muchas torturadora, de los clanes eclesiásticos ? Queramos o no, la Iglesia, sus doctrinas – casi siempre fuera de toda lógica- y sus enseñanzas ha determinado nuestras vidas durante siglos.
El verano pasado fui con mi moto – y este verano voy a volver- a visitar, en mi ruta de los “Cátaros” – objeto de un crimen de guerra como ahora los de Gaza-, la catedral de Albi. Majestuosa y aterradora. Un día entero contemplando el retablo, tomando notas y sin hacerles caso a dos catalanas que habían ido a turistear y a pillar cacho – equivocadas, al intentar hacerlo con un anciano cochambroso-. En el retablo se sintetiza la historia del Papa muerto, del puesto y de todos los que ha habido antes y habrá después: En la parte de arriba, con tonos celestes amariconados, expresión gilipollesca – que otros llaman beatífica- una fila de hombres y mujeres con las manos en actitud orante, desnudos pero nada eróticos, representan a los salvados tras el juicio final, que entran en el paraíso a disfrutar eternamente. Hay una raya en medio que rompe la unidad y, de la actitud feliz y bobalicona, se pasa a la tragedia eterna. Los de abajo tienen la cara crispada por el sufrimiento que saben eterno, para siempre. Expresión aterrorizada y de odio inevitable, los pelos revueltos y cayendo de manera inevitable a un abismo de fuego, aceite hirviendo y demonios sádicos – antes ángeles- cabreados con un Dios al que hay que reverenciar y adorar continuamente para que no te la líe parda. Los que se precipitan a ensartarse en el tridente demoníaco, a la caldera de freír eternamente, tienen cara de malos de cojones. Ahí ya no hay nada que hacer: te la has cargado sin remedio. Te espera una eternidad de sufrimiento mientras que los celestes amariconados de arriba, van en fila a un aburrimiento celestial pero sin lumbre, con violines y trompetas y niños rubitos con rizos. Toda una declaración de intenciones.
He ahí la autoridad del Jefe del Estado recién elegido por el cuerpo cardenalicio que es como la ejecutiva eclesial, similar a socialistas, populares, bildus, peneuveros o puigdemones – cada uno en su ámbito y los de la boinilla roja en todos- los que parten la pana en el cotarro terrenal y espiritual. Ellos tienen la llave de la salvación. Imagínense a la gente que viese el retablo de Albi en el siglo XII. Esa era la realidad, no había otra. No había razonamiento ni duda ni espíritu crítico. No había radio ni periódicos, ni estaban Sánchez ni Puigdemont ni Tezanos. A creer se ha dicho o a condenarse. A pie juntillas nos creemos el pecado de nuestros primeros padres, el Dios enfadado con un cabreo de siglos hasta que manda a su hijo a que lo torturen y lo maten, dando así la deuda por saldada en un misterio esencial: hemos sido redimidos. Y aquí los tienen, en el siglo XXI, con la imprenta, la revolución francesa, la revolución rusa y la industrial. En la era de la inteligencia artificial, despreciando el raciocinio, que dice que evolucionamos lentamente y desde distintas parejas, a lo largo y ancho de distintos países y comiéndonos sin dudar la teoría ilógica del pecado original y la redención. Fíjense – tras cincuenta días de televisión, con telediarios con una única noticia, Papa para arriba y para abajo- el montaje increíble sobre el que basamos nuestra vida.
Con telediarios monotemáticos hemos olvidado a Ábalos y sus presuntas novias que cobraban sin trabajar, no sabemos nada de Koldo el conseguidor que cerraba los asuntos con un “lo arreglo”. Nos hemos olvidado del trabajo fantasma de David Sánchez, de la cátedra de Begoña hasta que ayer mismo un juez impertinente y persistente, que no quiere que Bolaños sonría, le da la bronca a todo un ministro que – conforme a su esencia- se puede reír donde y de quien le dé la gana. Ni siquiera nos hemos dado cuenta de que Mazón no ha ido a la santa Faz – otra mentira gorda convertida en dogma- en donde todos los políticos tienen obligadísima su presencia porque no se puede ser de Alicante sin ser del Hércules, de la santa Faz y de una hoguera y una barraca o de los moros y cristianos – pan y circo-. En el colmo del ridículo y a la espera de embalsamar a Mazón y a su corte de pelotas que creen en lo imposible, resucita Camps, aquel al que Zaplana creía su hombre de paja – con perdón- y que dos días después ni siquiera le cogía el teléfono. Camps es la solución popular, no solo para Valencia, para España y Europa entera, que hasta Fabra, el abuelo dueño de un aeropuerto inoperante, lo apoya. Fabra, un cacique al estilo de Natalio Rivas, que lo mismo que aquel alpujarreño, sobrevive en el siglo siguiente.
Ni nos hemos dado cuenta – Papa hasta en la sopa- de que nadie nos ha explicado qué pasó con el apagón ni con las catenarias, ni con los robos de cobre ni con los presupuestos del Estado de los que carecemos, prorrogados desde que los cromañones peleaban contra los neandertales hasta hacerlos desaparecer. Los puigdemones, gobernantes de verdad, exigen el 25% para aprobar el asunto de las ayudas de los aranceles con los que el maestro de fachas – entérate De Manuel, que no soy yo el facha sino Trump y quienes los seguís comiendo en los búrguer que se anuncian con tíos envueltos en la bandera de barras y estrellas y con sombrero de copa-.
Ayer, volviendo de El Pedernoso, atando los últimos cabos de “El Quijote negro e histórico”, me cayó una granizada entre “Habercete” y Chinchilla del sufrimiento, que por poco entrego mi alma a “Mulana” allí mismo. Granizos como huevos de avestruz me dieron caña en las espaldas, me abollaron el casco y me dejaron como si hubiera pasado por la cárcel del Expreso de Medianoche o de unos fascistas de los que no quiero acordarme, como Cervantes no quería acordarse del lugar de la Mancha que yo sigo defendiendo que es El Pedernoso, lugar en el que moraba mi tatarabuelo Pacheco de Avilés y en el que sigue viviendo mi prima Paloma, descendiente directa de aquel loco al que “del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro”… de manera que vino a perder el juicio.
