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Ojos de mosca: premio de relatos cortos certamen Instituto de Alcañices

Óscar Giraldo García

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El olor punzante del cuerpo de mi vecina en descomposición comienza a molestarme casi tanto como ella lo hacía, además, se entremezcla con el aroma del vino casero que calienta las calles en la época de la vendimia y puedo imaginarme los colorados carrillos de mi vecina, que siempre borracha y balbuceando me ofrecía a través de su aliento y desde que la veía a los lejos el aguardiente, también casero, que alteraba el efecto de los antidepresivos que tenía recetados;

esos que me condenan a fingir una sonrisa cada martes cuando tengo que acercarme a la farmacia de la esquina y fingir amabilidad al recogerlos, “Yo se los llevaré, no me cuesta nada.”

Los acumulo a montones y ya no sé que hacer con ellos, los mezclé en la solidaria ración comida que los demás vecinos ponen para los gatos del barrio, pero una vez muertos ya no pueden comérselos, así que los trituro y disuelvo en agua, y con la mezcla riego las plantas del portal esperando que algún día se pudran o algo.

He decidido que tengo que hacer algo con el cuerpo porque ya no aguanto más conviviendo con esta señora ni con su olor, hasta muerta me toca los cojones. Así que sin tocarla mucho la envuelvo en un par de sábanas, la bajo por el ascensor, sin preocuparme por la gente, porque a estas horas y en estas calles no se atreve a salir ni Dios; meto el fiambre en el maletero y dudo entre enterrarla, tirarla al mar, quemarla, llevarle la cena a los perros de la perrera o dejarla en el maletero, que el coche tampoco lo uso mucho.

Cuando voy a arrancar veo de refilón la luz del portal de enfrente y a una mujer arrastrando un bulto envuelto en sábanas repletas de sangre, la veo agobiada y temblando, mirando a todos lados, desde aquí huelo la lejía impregnada en sus manos y me bajo del coche impulsado por mi apéndice de empatía para acercarme y preguntarle, “¿necesitas ayuda?”, ella se horroriza y me ofrece dinero a cambio de silencio y me ruega tantas cosas sin que yo abra la boca que al final le doy una bofetada, y finalmente se calla.

Abro el maletero, me monto en el coche y parece que por fin lo ha entendido, me carga al muerto y se monta en la parte de atrás del coche y por fin arranco.

Vamos por la mitad del camino, aunque aún no sé a donde vamos así que no sé si es la mitad del camino pero me estoy cansando de conducir, y ella no para de sollozar, de lamentarse y de santiguarse y de besar su cadenita de oro de la virgen de la Piedad.

 

Aburrido, no sé si bostezo o suspiro pero freno el coche en la carretera que hay sobre un puente por el que pasa un riachuelo residual de un matadero cercano. Me bajo del coche y abro el maletero, escucho un portazo y al elevar la mirada ella viene con los ojos rebosando las cuencas y me grita “¡No piensas decir ni una puta palabra, mis hijos están en casa y me estoy empezando a volver loca!”, chasqueo la lengua y agarro uno de los cadáveres, realmente no sé cuál porque están envueltos como recién nacidos, comienzo a arrastrarlo por un camino que baja hacia la luz del puente, y ella con indignación hace lo mismo con el cadáver restante.

Comienzo a ver luces bajo el puente, pequeñas fogatas que me iluminan la paciencia, vagabundos hambrientos. Ella me sigue sin rechistar hasta que estamos lo suficientemente cerca de los vagabundos como para ver que ellos también están cubiertos por sucias sábanas de pies a coronilla, puedo ver que son cinco bultos los que hay encima de los cartones.

La miro y ya no está aterrada, ahora está amarilla, o blanca, o verde o morada o yo que sé, pero mi plan improvisado le ha disgustado, tanto que ha empezado a vomitar, por lo que resoplo y efectúo la acción.

Lanzo pequeñas piedras a los vagabundos hasta que uno se despierta y comienza a gritarles a los otros y todos juntos al creerse amenazados se vuelven amenazantes con sus botellas rotas en mano y sus huesos afilados.

Levanto las manos y retrocedo para arrastrar como buenamente puedo los cuerpos hacia ellos con los pies, los desenrollo como masa de hojaldre y les hago una reverencia, invitándoles a que coman sin vergüenza alguna, manchándose las manos y saciando su ansia, su necesidad.

Llego al coche y ella me está esperando, se la ve calmada, o carente de estímulo y pensamiento ,con la mirada perdida entre el parabrisas y el cielo, porque esta vez, ella se ha sentado en el asiento del copiloto.

No arranco, porque no lo veo oportuno, aún no amanece y tengo las manos frías, ella de pronto habla, “Yo estaba dentro de una burbuja, y estando dentro tenía una aguja, y sabiendo que podía explotar la burbuja y salir, me puse a coser, a coserme la boca, los ojos y las heridas que él me hacía,

yo creí tenerlo todo controlado y podría haber huido, podría haber hablado, pero no podía hacer un sálvese quién pueda, mis hijos son pequeños. Así que hoy, mientras yo hacía la cena el llegó del bar, apestando a alcohol y con el ceño fruncido y mientras colgaba la chaqueta, no pude evitarlo, el cuerpo me lo pedía, agarré la grasienta y esquelética pata de jamón y le golpeé con todas mis fuerzas en la cabeza, metí a los niños en la cama, sin cenar, y limpié todo cuan bien pude, ya no podía más.”

Asiento con la cabeza y al sentir una lágrima templada en mi mejilla vuelvo a nacer, antes era un murciélago guiándome del sonido de mi cabeza y ahora quiero ver, quiero respirar bajo el agua y quiero empezar a jurar en vano, pero ella toma el mando, me invita a cambiarme de asiento, toma el volante y mientras amanece conduce hacia la niebla, e incluso me siento afortunado.

Autor: Óscar Giraldo García. 14 años. Sarracín de Aliste (Zamora)

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