Notas, sedación y teatralidad: el perfil silencioso del asesino de Helena Jubany

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Por Concha Calleja*

En diciembre de 2025, el asesinato de Helena Jubany prescribirá si no se dicta antes una resolución firme contra alguno de los responsables. Es decir, quedan menos de siete meses para que este crimen quede, a todos los efectos, impune. La causa fue reabierta en 2020, tras casi dos décadas de inactividad judicial, y desde entonces se han practicado nuevas diligencias, incluyendo avances clave en el análisis forense del material biológico conservado. En noviembre de 2024, un perfil genético compatible con uno de los principales investigados —Santiago Laiglesia— fue hallado en el jersey que Helena vestía el día de su muerte.

El tiempo apremia, y no solo desde el punto de vista legal. También desde el punto de vista criminológico, este caso sigue siendo una fuente extraordinaria de información sobre cómo opera un agresor que no necesita la fuerza ni el impulso, sino la estrategia, la escenificación y el control emocional para ejecutar un crimen. Lo que aquí se expone no pretende sustituir la labor policial ni la investigación judicial, sino ofrecer un análisis complementario desde la perspectiva del perfil criminal: lo que el asesino dejó dicho sin palabras.

Un entorno conocido, una víctima seleccionada

Helena Jubany tenía 27 años, era bibliotecaria y participaba activamente en la Unió Excursionista de Sabadell, un entorno cerrado donde compartía actividades con un grupo estable de personas. A finales del verano de 2001, empezó a recibir notas anónimas acompañadas de bebidas. Las notas, de tono informal y aparentemente cómplice, contenían detalles que solo alguien de su entorno más inmediato podía conocer. Las bebidas estaban adulteradas con benzodiacepinas. Helena las bebió sin saberlo. Al menos dos veces. Una de ellas terminó con una pérdida de conocimiento.

Estas acciones no fueron improvisadas. Se trató de una fase de condicionamiento progresivo, una forma de establecer dominio sobre la víctima sin que ella lo percibiera como amenaza. El agresor no buscaba provocar miedo, sino generar confianza. Era alguien que necesitaba ser aceptado por la víctima, o al menos tolerado, para que el plan funcionara. Este patrón de conducta —control camuflado de proximidad— se encuentra con frecuencia en sujetos con rasgos narcisistas, manipuladores y con una inteligencia emocional utilizada de forma instrumental.

El crimen como mensaje

El 2 de diciembre de 2001, el cuerpo de Helena apareció en el patio interior de un edificio. Había sido arrojada desde la azotea. Estaba desnuda, sedada, y con quemaduras en parte del cuerpo. En el interior del edificio vivía Montse Careta, también miembro de la UES, quien fue detenida e ingresó en prisión poco después. Se suicidó en su celda meses más tarde, manteniendo siempre su inocencia. El caso se cerró en falso.

Desde una lectura conductual, el hecho de lanzar a Helena desde lo alto no es un mero método para causar la muerte. Se trata de una forma de exposición. Es una escena. Un acto público que no busca solo eliminar a la víctima, sino representar un mensaje. Hay en este crimen una teatralidad planificada: la sedación, el traslado, la desnudez, el lanzamiento. Nada responde a un arrebato. Todo apunta a un autor que necesitaba organizar los elementos para que la muerte contara algo. Esta escenificación revela un estilo de pensamiento ritualizado, controlado, y con una necesidad de imponer una narrativa.

El cuerpo, en estos casos, no es solo un cuerpo: es una declaración.

Sedar no es matar. Es dominar

La elección de benzodiacepinas como medio para anular a Helena también es significativa. No es un veneno rápido. Es un ansiolítico. Su efecto principal es reducir la voluntad, la conciencia, la resistencia. El agresor no necesitaba que ella muriera de inmediato. Quería que no se defendiera. Que no entendiera. Que no escapara. Quería disponer de ella. En estos escenarios, el autor no actúa desde el odio manifiesto, sino desde la necesidad de control total. Es el dominio, no la destrucción, lo que le produce satisfacción.

El uso reiterado de estas sustancias antes del crimen demuestra planificación. El agresor conocía los efectos. Sabía cómo administrarlas y en qué dosis. Y sobre todo, estaba dispuesto a esperar el momento adecuado. La paciencia en la ejecución es una pista clave del perfil: no hablamos de alguien impulsivo, sino de alguien capaz de sostener un plan en el tiempo, ajustando las variables, adaptándose al entorno y evitando exponerse.

Un crimen con varios niveles de participación

Todo indica que el autor del crimen no actuó en soledad. Las notas, el suministro de bebidas, el traslado del cuerpo y el acceso a un edificio cerrado son actos que difícilmente pueden llevarse a cabo sin colaboración o, al menos, sin encubrimiento. Es posible que haya existido una figura principal, un ejecutor intelectual, y otras figuras satélites que participaron activamente o por omisión.

Este tipo de estructura no implica necesariamente una conspiración organizada. Puede tratarse de una dinámica informal, donde el miedo, la obediencia o la manipulación emocional jugaron un papel esencial. Identificar esas dinámicas requiere comprender el entorno: las jerarquías, las relaciones, los silencios. Es aquí donde el análisis del grupo resulta tan importante como el análisis individual.

Hipótesis criminológica del agresor

Con base en los elementos disponibles —comportamiento previo, forma de aproximación, método de sedación, puesta en escena y dinámica grupal— se puede proponer el siguiente perfil:

  • Individuo con acceso directo y frecuente a la víctima.
  • Capacidad para manipular el entorno sin levantar sospechas.
  • Necesidad de control más que de destrucción.
  • Estilo conductual planificado, frío, sin emociones visibles.
  • Probable presencia de rasgos narcisistas, carencia empática, y pensamiento instrumental.
  • Interés en que el crimen “tuviera un mensaje” más que una finalidad práctica.

No es un crimen económico, ni un ajuste de cuentas. Es un crimen de sometimiento, de poder simbólico, y de dominio disfrazado de proximidad.

El caso Helena Jubany sigue abierto, pero no lo estará por mucho tiempo. En unos meses, puede convertirse en uno más de esos expedientes que pasan del juzgado al archivo sin justicia ni verdad. Pero mientras haya pruebas que hablar, escenas que leer y conducta que interpretar, vale la pena seguir mirando.

Porque cuando el asesino no habla, a veces es el crimen quien cuenta su historia. Solo hay que saber leerla.

Concha Calleja. Perito judicial en criminología, perfiles criminales y psicología forense

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