Se comenzará por los dos tipos de delincuentes que actuaban tanto en ciudad como en despoblado: aquellos que actuaban en solitario, aislados, según alguien que los clasificó el año 1856, y quienes actuaban organizados, que eran los más peligrosos.
Los motivos que inducían a robar a los que actuaban aisladamente eran, según los casos, la miseria y la vanidad. La miseria llevaba a cometer hurtos de poca importancia porque tenían como objetivo remediar una necesidad urgente y perentoria. Reconocían ante los jueces sin dificultad los delitos cometidos, y, a cambio, solían recibir unos castigos desproporcionados. La vanidad se daba en muchos que vivían por encima de sus posibilidades y querían seguir manteniendo las apariencias. Estos eran mucho más peligrosos que los anteriores porque los delitos que cometían tenían una mayor repercusión. En ninguno de los dos casos existía planificación ni preparación.
Los ladrones de villa se dividían, pues, en dos clases: los espadistas y los rateros o tomadores del dos, porque siempre solían ponerse de acuerdo más de uno para cometer sus delitos. Los espadistas, a su vez, se subdividían en tres clases y varias subclases: los topistas, los chinistas y los tronistas o tragalistas. Estaban organizados y eran sumamente violentos, en ocasiones, no parándose ni ante la muerte de sus víctimas, cuando se torcían las cosas. Dado que en estos grupos el papel de las mujeres fue muy secundario, solamente hablaremos de las santeras.
Los rateros o tomadores del dos eran delincuentes no violentos. Se agrupaban, según los autores y la prensa, bajo la denominación genérica de rateros o tomadores del dos, porque siempre solían ponerse de acuerdo más de uno para cometer los delitos. Había varios grupos. Uno sería el de las bolsilleras, que tenían una gran habilidad para sustraer los objetos de los bolsillos de sus víctimas. Actuaban siempre en la calle, sobre todo en aglomeraciones, lugares muy concurridos. Iban siempre provistas de tijeras, cortaplumas o navajas de afeitar. Otro seria el de las mecheras, con sus diversos subgrupos, las del encuentro, las del registro de la teta, las gateras y las del beso del sueño.
Las santeras
¿Cuál fue el papel de la mujer en este mundo de delincuencia? En unos casos, secundario, en otros, protagonista. En delitos cometidos utilizando violencia extrema no solían participar más que como cómplices o auxiliadoras. En esos casos, desempeñaban el papel de santeras, porque solían ser contratadas como sirvientas en casas que los delincuentes más peligrosos por estar organizados, querían asaltar. Las llamaban “queridas” o “urracas”. Después de cometido el robo, las utilizaban como correos entre ellos y los “pantallas” y “tapiñas”, que tenían oficio conocido y casa abierta, que declaraban en falso en los juicios proporcionando coartadas a los ladrones, afirmando que en el momento de ser cometido el delito el acusado había estado trabajando en su casa.
El papel de las santeras era decisivo en los robos en domicilio. Como dice Roberto Bueno en un artículo publicado en el Museo Criminal. Las santeras de se encargaban de suministrar información muy valiosa para poder tener éxito en delito. Se encargaba de conocer la vida y costumbres de la familia; las horas que acostumbran a salir de casa y el tiempo que permanecían fuera; la distribución de las habitaciones; la dificultad de las cerraduras; los muebles donde guardaban dinero y alhajas y cuantos datos pudieran adquirir para que los espadistas pudieran dar el golpe con acierto y rapidez. Para ello, deberían captar, antes que nada, captarse la confianza y la estimación de la familia. De esta manera, conseguían un doble objetivo: se facilitaban sus vigilancias y quedaban libres de toda sospecha, si el robo se llegaba a verificar.
Si la santera estaba de criado en la casa, lo cual es muy frecuente, una vez adquiridas las noticias y datos necesario, procuraba hacerse con una copia de las llaves de la casa, normalmente sacando un molde de ella. Después la pasaba a manos del espadero, el encargado de hacer las llaves. Hechas las llaves, la misma santera las probaba, por si tuvieran algún defecto, poder corregirlo.
Otra clase de trabajo, que hacían las santeras era vigilar observar por las mañanas a las mujeres que salían para ir a la compra. Penetraban en la casa de donde la mujer había salido. Se fijaban en las cerraduras, para ver si en alguna de ellas no estaba la llave puesta por la parte de dentro. Si lo estaba, indicaba que había gente en la casa. En el primer caso, llamaban una y otra vez. Como nadie contestara, repetirían la misma operación dos o tres días, cuando veían salir a la mujer, y si el resultado era el mismo, adquirían la convicción de que en la casa no quedaba nadie, y daban el aviso a los que habían de efectuar el robo, o sea a los espadistas.
En algunas ocasiones, las santeras terminaban mal. Porque los delincuentes, una vez cometido el delito las eliminaban, para evitar que pudieran testificar contra ellos, en el caso de que fueran detenidos.
Las bolsilleras
Tenían su campo de trabajo en la aglomeración de gente que asistía a las procesiones y fuegos artificiales, así como, muy especialmente, en las iglesias. Para realizarlo llevaban consigo unas tijeras finísimas, muy afiladas, y casi siempre las acompañaba alguna jovenzuela de corta edad, muy adiestrada en la misión que le corresponde. La tomadora procuraba colocarse entre la multitud, escogiendo los grupos más apretados y, ya en ellos, iba tentando los bolsillos de las mujeres, y cuando encontraba alguno aprovechable, metía mano y sacaba lo que podía, entregándolo en seguida a la pequeñuela, que lo cogía y se largaba sin pérdida de tiempo.
Si la tomadora comprendía que con la mano no puede realizar la sustracción, entonces echaba mano de las tijeras y cortaba la tela del vestido y la del bolsillo, y éste caía al suelo, e inmediatamente, la muchacha lo recogía y desaparecía sin dar tiempo a que la víctima se diera cuenta del hecho realizado. Si alguna vez se sospechaba de la tomadora después de verificar una sustracción y se la detenía, debería hacérsele un minucioso registro para ocuparle las referidas tijeras. También procuraban sentar sus reales en las iglesias buscando los sitios más concurridos y obscuros de dichos templos, procediendo de la misma forma que se acaba de describir: primero iban tentando a las víctimas, y cuando encontraban algo aprovechable metían mano, y si no utilizaban las tijeras.
Algunas tomadoras llegaban al extremo de colocarse unas manos de cartón, cera o madera muy bien hechas enfrente del cuerpo y en actitud de rezar, y claro está, las suyas quedaban completamente libres para meterlas y limpiar los bolsillos de las pobres mujeres que habían tenido la desgracia de colocarse muy confiadas a su lado[1].
Las mecheras o tejeras
Las víctimas de estas delincuentes solían ser los comerciantes. Acostumbraban a actuar tres o cuatro juntas y llevaban, en ocasiones, niños pequeños. Pedían a los dependientes que se les mostraran mucha cantidad de género, y aprovechaban para sustraerlo, escondiéndolo debajo de la falda, cualquier despiste del dependiente, que, en ocasiones, era provocado por otra mechera. Solían ir bien vestidas para no levantar sospechas.
Su botín consistía en piezas enteras de tela, corbatas, cortes de chaleco, pañuelería, sortijas, etc. Iban provistas de grandes bolsillos, el “buitrón”, donde escondían lo robado. Actuaban en grupos de tres o cuatro, entre los que había siempre una “señora” pues mientras unos distraían a las víctimas, otro y otra los despojaban. En ocasiones, la mechera llevaba a sus víctimas a lugares donde estaban esperando sus compinches para desvalijarlos (el registro de la teta). Una variante de este sistema, el utilizado por las gateras, no llegó a España hasta finales del siglo XIX, importada de los puertos de mar, creo que, de Nueva York, donde se comenzó a detectar esta forma de actuar a mediados de ese siglo.
En “El arte de robar se aconseja que, como regla general: desconfíen VV. altamente de toda persona que, en las iglesias, en los teatros, en los bailes, etc., entra precisamente cuando todas las demás salen en masa[2].
Modus operandi
Se van a enumerar a continuación, los modus operandi de las mujeres delincuentes en los delitos que su presencia era imprescindible para que fueran realizados.
* El timo de la caridad. Consistía básicamente en lo siguiente. Durante tres meses, los periódicos estuvieron publicando unos anuncios, en los que se pedía a las almas caritativas que socorrieran a una desgraciada que tenía cinco hijos y estaba sumida en la mayor de las miserias. Su dirección: la Ronda de Segovia, número 7 de Madrid. A ese domicilio acudieron infinidad de personas para tratar de ayudarla. Cuanto se le entregaba era ocultado inmediatamente y puesto en venta o empeñado, por lo cual todos los que acudían, se impresionaban por la miseria que veían.
El inspector de Vigilancia D. Pantaleón Pérez llegó a requisar hasta cincuenta papeletas de empeño y los “libros de caja” en los que se consignaba el día de la petición, persona a quien iba dirigida, cantidad donada y efectos y sitio donde se empeñaron o vendieron las prendas recogidas.
* Del encuentro. Una vez elegida la víctima se choca violentamente contra ella, lo que hace que proteste violentamente. Pero mientras no se ha dado cuenta de que la habían robado el reloj, el portamonedas, la cartera o el alfiler de la corbata.
Una variante del encuentro fue el del abrazo. También se puso en circulación el modus operandi del abrazo. Esta modalidad era practicada siempre por dos señoras. Una de las cuales, la más joven, abrazaba, de noche, efusivamente al transeúnte. Se elegía siempre a un señor bien vestido, y le prodigaba repetidos abrazos. Al mismo tiempo le aseguraba que le conocía y le daba detalles para convencerle de que así era. Después de muchas explicaciones, entre las que se encontraba la de le había confundido con un pariente suyo, se deshacía el entuerto y cada cual seguía su camino. Siempre se producía el mismo resultado: “Cuando el caballero llegó a su casa se encontró sin reloj, y echó de menos un bolsillo de seda donde llevaba algunas monedas”[3]. El transeúnte había sido desplumado.
* Del cambiazo. Lo solía realizar una pareja, bien vestida y que lucían alguna alhaja de valor. Los lugares escogidos para llevar a cabo este modus operandi eran administraciones de loterías, casas de préstamos y estancos. En la joyería, el cambiazo se efectuaba de una joya buena -que se dejaba caer al suelo- por una mala – que se devolvía al joyero. En la casa de préstamos se empeñaba y se desempeñaba repetidamente una joya hasta lograr que el empleado se confiase y entonces se le entregaba una mala; en la administración de loterías y estancos se hacía la operación pretextando que no se llevaba dinero suficiente para pagarlo.
* De la mui. Con la lengua. Normalmente lo cometían dos señoras, muy bien puestas y con criado. Pedían joyas, que examinaban y no les gustaban. La más joven sacaba una y pedía que le dieran algo parecido. La señora mayor seguía examinando las joyas, y, como aparentaba ser miope, las acercaba mucho a los ojos, escondía las que podía debajo de la lengua y, si se veía en apuros, no dudaba en tragarlas. Se marchaban, y solamente al hacer el recuento se echaban en falta las joyas robadas.
* Por el registro de la teta. Lógicamente, lo podían realizar solamente “tomadoras”. Una modalidad era que alguien se encontrara a una señora que caminaba sola por la calle y le pediría que la acompañe. Si accedía, se encontraba en un callejón con otro individuo que decía ser su marido y procedería a desvalijarle[4].
Otra era en la que la tomadora adoptaba en unas ocasiones los aires de una prostituta, en otras, las de mujer tímida, obligadas por la necesidad a prostituirse, o se hacían pasar como casadas víctimas de los malos tratos de su marido. Se ofrecían para cualquier servicio sexual. Una vez que cazaban a un primo, lo llevaban a un lugar poco iluminado o solitario y allí le aturdían con miradas, caricias y besos y lo cacheaban, despojándole de cuanto de valor llevara encima. Se marchaban del lugar pretextando que habían visto a su marido o a los del Servicio de Higiene de la Prostitución. Antes de irse, rogaban encarecidamente al primo que esperase a que pasara el peligro. El peligro pudiera ser que pasara, pero a ellas aún se las está esperando.
* Del gato. Se llevaba a cabo en las casas de lenocinio. Mientras una prostituta atendía a un cliente, otra le desvalijaba de todo lo que llevara de valor. Esta segunda se escondía, normalmente, debajo de la cama; y el cliente solía facilitar mucho la labor, pues dejaba su ropa encima de una silla a los pies de la cama. Este modus operandi se inició en Barcelona y desde allí se extendió por todo el mundo. Tenía la ventaja de que el primo se tenía que callar, convirtiéndose en cómplice del delito, primero, porque tendría que confesar que visitaba el lupanar con los correspondientes trastornos familiares; y segundo, porque pasaba por tonto si lo contaba.
*El beso del sueño. Curiosamente es este modus operandi el único que encontramos en común entre los delincuentes de Madrid y los de Nueva York. Como se sabe, consistía en echar un narcótico en el agua, que después la prostituta pasaba a través de un beso a su cliente, quien entraba en un estado de letargo profundo, circunstancia que era aprovechada para desplumarle. Ignoro por qué era común y cómo llegó a ambas ciudades. Según el libro de Agsbury esta forma de actuar era ya común entre las prostitutas de Nueva York en 1862. En Madrid está documentado un poco más tarde, hacia finales de las I República en 1872. Pero esta circunstancia, el retraso en la aparición en Madrid, es normal.
Al tratarse de un modus operandi aparecido y ligado a los puertos, es mucho más fácil de suponer que llegara primero al de Cádiz o al de Vigo que a una ciudad del interior y que incluso fuera importado desde estos lugares.
La forma de ejercer la prostitución no se parecía en nada en las dos ciudades. En Nueva York se ejercía esta actividad a través de salones de baile, posadas y en lugares públicos, como calles y parques. La actividad de los gánsters era algo visible y predominante en este mundo, donde actuaban como proxenetas.
En Madrid estaba prohibida al aire libre, por lo cual a la que trataba de ganarse clientes en las calles podía ocasionarle el disgusto de verse encerrada una quincena por orden del gobernador civil. Tampoco había salones de baile ni antros parecidos a los que describe Agsbury. Lo normal es que se ejerciera en casas cerradas y preparadas para ello, donde las prostitutas permanecían encerradas bajo la supervisión de un ama. Pero estas casas y sus célebres salones eran utilizados también para otros fines, como lugares de conversación y tertulia por parte de los clientes, como restaurantes para celebrar determinados eventos y festividades y, en fin, como lugares de encuentro, sin que necesariamente tuvieran que llevar al contacto con las prostitutas. En este ambiente era sumamente raro que se produjeran robos, violencia o cualquier otra cosa que pudiera incomodar a los clientes habituales.
Solamente tenían de común las situaciones de violencia que vivían “las pupilas”, que eran forzadas a continuar en el oficio o que eran traspasadas, vendidas, cedidas o alquiladas como si fueran una mercancía cualquiera. La trata de blancas era entonces, como sigue siendo ahora, una lacra mundial.
Para terminar
Las mujeres delincuentes desarrollaban un papel secundario en los delitos que se cometían utilizando la violencia contra las víctimas. A veces, incluso, esa participación les salía muy cara, porque, a cambio de su colaboración, terminaban siendo asesinadas por aquellos a quienes encubrían o ayudaban como “santeras”. Su complicidad era relevante especialmente en los robos en domicilios
En los delitos en que eran protagonistas se desarrollaban mediante una gran habilidad en el manejo de las manos y, en ocasiones como ocurría en el caso de las bolsilleras, también con las piernas. Siempre en delitos que se cometían sin utilizar la violencia, como eran hurtos y timos. Desempeñaban un papel de protagonistas en hurtos, como los llevados a cabos por las mecheras en los comercios, o en dos nuevos modus operandi que se pusieron de moda a finales del siglo XIX: el llamado timo del gato (gateras) o el del beso del sueño.
Hemos ido preparando una serie de lecturas complementarias a este artículo, en las que se desarrollan de forma más amplia algunos temas que en éste se han tratado de forma más resumida. Las publicaremos como anexo a este trabajo en una segunda parte de este artículo.
[1] Policía práctica, págs. 37-38. Se ha adaptado la cita al lenguaje actual, para no cansar al lector con un texto tan largo.
[2] Arte robar, pág. 31
[3] Arte robar, pág. 13
[4] Arte robar, pág. 41

Foto Portada:
Album de fotografías del Gabinete Antropométrico del Gobierno Civil de Barcelona Archivo de la Corona de Aragón, ACA, DIVERSOS, Junta Local de Prisiones, 15