La vida alegre en Madrid a finales del siglo XIX

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Introducción: ¿Vida alegre o mala vida?

Se ha descrito frecuentemente la vida de las prostitutas de todas las épocas y lugares con el adjetivo de alegre, y, a la vez, por paradójico que parezca, con el de mala. Por esto, se tratará de averiguar cuál de los dos es, cuando menos, engañoso o falso. Existen abundantes testimonios para creer que, en la Restauración, se acertaba al calificarla de mala, como hizo Bernaldo de Quirós. Se trataba de una carrera llena de espinas que comenzaba, en más de una ocasión, de una forma atroz, mediante la doma, y que terminaba con una muerte en la esquina de cualquier calle, abandonadas por todos. La vida en el prostíbulo era cualquier cosa menos placentera: las agresiones por parte de los clientes, de los chulos y del ama podían menudear de tal forma que, en ocasiones, acababan en suicidio.

Este complejísimo mundo de la prostitución tiene caras muy diversas, por lo cual resulta difícil dar una idea exacta de él y, menos, a quienes no lo hemos vivido. Se va a intentar una aproximación a través de tres vías distintas: la primera, la situación administrativa de las prostitutas, es decir, si estaban legalizadas y si todas acataban esta legislación; la segunda, sobre los controles de la Administración, la famosa Sección de Higiene de la Prostitución de los gobiernos civiles; la tercera, se dedicará a la carrera profesional. Se presentarán a continuación dos casos muy llamativos: uno de reclutamiento frustrado y otro de prostitución extranjera.

Pío Baroja, en su novela, “La Busca”, nos ofrece una visión de la prostitución más baja y callejera de Madrid de finales del siglo XIX. Siempre me ha impresionado mucho la escena de aquella madre que iba de pensión ofreciendo a su hija de doce años. Pensaba que aquello no podía ser real. Hasta que tuve la oportunidad de estudiar este fenómeno social. Pude comprobar que se había quedado corto.

Matriculadas y clandestinas

Como no podía ser de otra manera, entre las prostitutas de la época había dos grandes clases, las matriculadas y las clandestinas. El criterio para establecer esta distinción era claro y diáfano, como el sol que nos alumbra: matriculadas, eran aquellas que ejercían el oficio más viejo del mundo, de acuerdo con lo establecido en el Reglamento de 1871. Esto conllevaba la obtención de su cartilla “amarilla”, en la que constaba que había pasado el pertinente reconocimiento médico, el prostíbulo en que ejercía y su nombre de guerra. El oficio estaba regulado y legalizado, en consecuencia, sometido a sus controles médicos, tasas e impuestos. La matrícula era el acto de inscribirse en el libro que, a estos efectos, se llevaba en el Gobierno Civil de cada provincia o en el respectivo ayuntamiento. Por lo tanto, esa inscripción, con independencia de la voluntad de la inscrita, era el acto por el cual alguien llegaba con todas las bendiciones legales al oficio.

Existía un mecanismo perverso para retener en la prostitución a quienes habían caído en ella. Era “el empeño”, es decir, la deuda que contraían con el ama para poder ejercer el oficio. Las partidas principales eran el alojamiento, el mantenimiento y la ropa, que el ama les iba apuntando sin ningún tipo de control. “El empeño” engordaba de una forma que era imposible liberarse de él. El mejor resumen seguramente era lo que respondía una prostituta a alguien que le aconsejaba que se marchara del prostíbulo: “¡Cómo me voy a ir, si hasta la camisa que llevo puesta pertenece a mi ama!” Por ello, cuando la situación se hacía insostenible, solamente había dos salidas: una era el suicidio, poco frecuente; la otra, la fuga (“fugadas, se las llamaba), mucho más socorrida.

Se consideraba como clandestinas al resto de las mujeres que se ofrecían sin estar inscritas en ese libro de registro y sin tener la pertinente cartilla amarilla. En este grupo se incluía a un colectivo muy heterogéneo que iba desde aquellas que solamente lo hacían de forma esporádica y circunstancial, debido, por ejemplo, a una mala racha económica; a las que se dedicaban a ello de forma profesional, incluyendo en este grupo a aquellas que lo utilizaban como medio para cometer otros delitos (robos y hurtos). Un subgrupo eran aquellas madres que iban de posada en posada, de botillería en botillería o de mesón en mesón ofreciendo a sus hijas de doce años, de las que habla Pío Baroja.

Los lugares de Madrid en que proliferaban los prostíbulos, las legales, eran dos: el principal, para que nuestros lectores actuales se hagan una idea, sería el cuadrilátero constituido por la calle Montera, la de Caballero de Gracia, la de Peligros y la de Alcalá hasta Sol. Otra zona, no por secundaria, menos importante, estaba a espaldas de la Plaza de Tirso de Molina, sobre todo en la calle Calvario. Por eso cuando se celebró en 1901 una célebre manifestación de prostitutas contra unas nuevas tasas municipales y contra la forma de exigirlas, ésta se llevó a cabo en la Plaza de Tirso de Molina, y debió ser un espectáculo verlas bajar en bloque por la calle Montera, atravesar Sol, y subir por Carretas. Hubo amas que se quejaron amargamente, porque no habían contado con ellas las organizadoras de la manifestación.

La Sección de Higiene

El nombre completo de este organismo administrativo, que controlaba todo lo relacionado con la prostitución en Madrid, era el de Sección de Higiene de la Prostitución. Su radicación cambió varias veces con el tiempo, pasando del Gobierno civil al municipal y viceversa. Tenía dos grupos que se disputaban el poder dentro de él: por un lado, el meramente administrativo, para tramitar las licencias de apertura, el cobro de tasas e impuestos, y las inspecciones periódicas a que estaban sujetos los burdeles. Esta misión era encomendada normalmente a la policía, por ello, los componentes de este grupo pertenecían, habitualmente, al Cuerpo de Vigilancia, aunque también hubo algún caso, muy llamativo, de algún miembro del Cuerpo de Seguridad.  El segundo, estaba compuesto por el personal sanitario, encargado de velar por la buena salud de las prostitutas, que tenían su cartilla amarilla en la que hacían constar las revisiones médicas mensuales a que se debían someter. En Madrid, durante esta primera etapa de la Restauración, estuvo al frente de este organismo D. Luis Minguet, policía del Cuerpo de Vigilancia.

A pocos de los funcionarios de esta sección les afectaban las cesantías, lo cual es un fenómeno llamativo. Tenía una explicación relativamente sencilla y fácil de entender. Los funcionarios de la Sección tenían acceso a información muy delicada, como la vida y milagros de ciertas “queridas” o el patronazgo de determinados prostíbulos, que a nadie convenía que se hicieran públicos. Esta información la podían usar, aunque sea una redundancia decirlo, en su propio beneficio. La prostitución, por otra parte, generaba mucho dinero en efectivo, al margen de cualquier control, lo que quiere decir que era una fuente segura de corrupción. Ese dinero contante y sonante servía, entre otras cosas, para sobornar a quienes intentaran removerlos. La combinación de los dos factores descritos, hacían que fueran, en la práctica, amovibles, como se decía entonces.

Esta situación generaba unas distorsiones de funcionamiento más que evidentes. Por un lado, la desautorización de la Sección en materia de multas era muy frecuente, pues había muchos prostíbulos amparados por poderosos patronos. Por otro, la escasez de personal, ya que se negaban desde dentro a que aumentara, por miedo, fundamentalmente, a tener que repartir el pastel. Esto tenía como consecuencia que no pudieran cumplir adecuadamente con sus obligaciones.

La carrera “profesional”

Este tema tiene dos vertientes a las que se debe prestar atención: la primera es evidente, ¿cómo se llegaba a la prostitución? La segunda es la carrera dentro de esta profesión, porque de ser simple prostituta a ser ama había una notable diferencia.

La llegada a la prostitución se podía producir por distintas vías. Las principales que refleja la documentación son las siguientes: desde el servicio doméstico, por venta del novio, por inducción de la familia y por reclutamiento a través de otras prostitutas o de gentes afines a ese mundo.

La más frecuente era que procedieran del servicio doméstico. Bastantes “amos” consideraban que tenían un derecho no reconocido por nadie de “pernada” y creían que, entre las obligaciones de la doméstica, estaba la de satisfacerles en todo, incluyendo sus apetencias sexuales. Si, como resultado de esas relaciones, la sirvienta se quedaba embarazada. Lo normal es que fuera despedida y dejada sin medios de subsistencia. Por lo cual, veía en la prostitución una salida a su angustiosa situación económica. En menor número, sucedía que, si una chica quedaba embarazada por mantener relaciones sexuales con el novio y, luego este no quería hacerse cargo del hijo, casándose, fuera expulsada del domicilio familiar, quedando en una situación tal de desamparo que fácilmente caía en este submundo.

En otros casos, unas relaciones inadecuadas con un novio poco escrupuloso o chantajista terminaban en la venta de la chica a algún prostíbulo o a alguna “corredora”.

La inducción de la familia era otra de las causas. El reglamento de 1871 permitía el ejercicio de la prostitución desde los 12 años. Eso hacía que fuera posible el espectáculo descrito por Pío Baroja de madres ofreciendo a sus hijas por bares, lugares de hospedaje o de concentraciones de multitudes. Un pleito terminó con una sentencia, en la que se obligaba a una niña de doce años a volver a un prostíbulo. El ama había suscrito un contrato civil con los padres para que prestara sus servicios en él, pero un tío suyo la había sacado por la fuerza del lupanar y se la había llevado a vivir con él.

Finalmente, el reclutamiento a través de conocidas e incluso de miembros de la Sección de Higiene. Las denuncias en este caso son escalofriantes, porque como se hacía casi siempre en contra de la voluntad de la chica, para que esta accediera era sometida a un proceso de doma. Este proceso comenzaba con palizas diarias, seguía con violaciones de varios chulos, hasta lograr que la “pupila” accediera a no rebelarse y a atender a la clientela. Vamos con un caso, que, afortunadamente, no prosperó, porque fue denunciado a la prensa.

La carrera profesional comenzaba como simple “pupila”, educanda o “hija”. Era lógicamente el escalón más bajo dentro de estos ambientes. Le seguía el de “encargada”, normalmente cuando varios prostíbulos dependían de una misma “ama”, que escogía para este cargo a una pupila de su entera confianza, a la que suponía poseer aptitudes para llevar bien el negocio. El último paso era el de ser “ama” o “madre”, que era la propietaria legal del prostíbulo, respaldada en la sombra por algún importante patrono. Muy pocas eran las que escalaban hasta este punto.

Un caso de reclutamiento frustrado

En esta carta se puede ver claramente cuál era el proceso de captación. El encuentro en la calle Montera no fue ni mucho menos casual, porque fue preparado por una prostituta fugada en connivencia con Pedro Vega, que efectivamente, se trataba de un guardia de seguridad destinado ilegalmente en la Sección de Higiene de la Prostitución del Gobierno civil de Madrid. La combinación de halagos y amenazas era habitual. La carta es un poco larga, pero no puede ser más interesante.

“Salí de casa en compañía de otra joven a la una y media aproximadamente con dirección a la calle de la Montera, donde se presentó un hombre que dijo ser agente de la Sección de Higiene, obligándome a seguirle, como así lo hice, diciéndome que tenía interés por mí y que me llevaría a una casa donde estaría como una reina, contestándole que no quería, me amenazó con la cárcel o prevención, conduciéndome a una casa de lenocinio donde me presentó a varias jóvenes de una, al parecer, ama, las cuales me agasajaron felicitando al dicho agente, convidándole a café y otras varias cosas, como igualmente a mí; pero como yo desprecié cuanto me ofrecían, entonces dijo el agente: ” Yo me llamo Vega y por apodo “El Veneno” y puedo desde este momento llevarte a la cárcel, pero no quiero, porque sé que has de hacer  cuanto te diga, una vez que estás aquí, quiero y deseo te quedes, ya verás qué elegante vistes y cómo te querrán todas”.

Al decir esto, me sacaron unos vestidos y varias joyas, queriendo despojarme de cuanto tenía puesto, yo insistí, y entonces el Sr. Vega dijo me sentara a su lado, y con su pañuelo me limpió las lágrimas, como cosa de dos horas estuvo porfiándome para que me quedase diciéndome: ” Mira, ¿ves esa joven?  (y me mostró una de las que allí estaban) pues yo la he traído aquí y hoy me da las gracias, mira qué elegante viste”, pero viendo en mí el desprecio dijo: ” Pues bien, tú te lo quieres, desde este momento irás al Gobierno y desde allí a la cárcel” y con todo el cinismo y coraje me arrebató del asiento, y a empujones me hizo bajar la escalera, y con muy malos modos me condujo al Gobierno Civil próximamente a las tres y media, donde me internó en un sitio húmedo y asqueroso que llaman cueva, y allí permanecí hasta las tres de la tarde que me subieron a la Sección de Higiene, donde este mismo Sr. Vega me dijo: “Aún tienes tiempo, no seas tonta, y vente conmigo a donde estuviste anoche” y como quiera que mi contestación fue desprecio, empezaron a escribir sin hacerme pregunta alguna, y esta es la fecha en que ignoro cuanto en aquel pliego manifestaba, y a eso de las cinco fui conducida al Juzgado de Guardia donde presté declaración, saliendo de este con dirección a mi casa a las cuatro de la madrugada del día siguiente.

Extrañándome sobremanera que la joven que me acompañaba, cuando el Sr. Vega se presentó, era fugada y absolutamente nada se dijo de dicho señor, pues supongo que la conocía de antiguo por su franqueza de hablar y modo de tutearse”[1].

El caso de las prostitutas francesas

Se ha escogido este caso por lo que tiene de “ejemplar”, es decir, porque tiene unas características que aún hoy día son muy fácilmente reconocibles en situaciones similares en que intervienen prostitutas extranjeras. Por ello, se va a analizar con un cierto detalle.

En 1898 hay una denuncia en el sentido de que en las calles del Candil (en el número 3) y de la Aduana (en el 13) se habían abierto dos prostíbulos con pupilas francesas con un dueño de esta nacionalidad, aunque pudiera ocurrir que apareciesen como dueñas “sus encargadas”, para que el verdadero dueño pudiera eludir sus responsabilidades. Hasta aquí estaríamos ante un hecho normal, muy semejante a lo que sucedía cuando se abrían “casas” nuevas. Había, sin embargo, serias diferencias con los prostíbulos nacionales. Eran estas cuatro:

Primera. Las frecuentes fugas que protagonizaban, porque habían sido traídas a España engañadas y luego obligadas a ejercer la prostitución. Ninguna de estas fugas, de las que tenemos noticia por las autoridades, prosperó. A pesar de que constaba que estaban ejerciendo el oficio a la fuerza, fueron devueltas, bien por el Cónsul francés, bien por las autoridades españolas a sus prostíbulos, para que siguieran siendo explotadas de una forma más despiadada, como decía literalmente a continuación el texto de la denuncia.

Segunda. Nada más poner los pies en Madrid, se les retiraba toda su documentación (pasaportes y documentos identificativos). Se veían obligadas a desenvolverse en un país extraño sin conocer su idioma.

Tercera. La reclusión en los prostíbulos era más inhumana que en la peor de las cárceles. Se les impedía asomarse a la calle, en contra de lo que preceptuaba el reglamento de Madrid, que institucionalizaba “el paseo”, a partir de ciertas horas. Dentro de ellos eran sometidas a toda clase de vejaciones y de malos tratos, para impedir que se fugasen: las palizas, las violaciones estaban al orden del día para obligarlas a prostituirse. No se olvide que ellas mismas confesaban que habían sido traídas a España engañadas.

Cuarta. También en este caso “el empeño” jugaba un papel importante, como se decía en la denuncia: “Puede suceder también que otro de los móviles que obliga a estas desgraciadas a desertar del lucrativo cancerbero sean las desorbitadas cuentas de gastos que las pone, pero tengo entendido que por un trabajo que vale 100 francos en la cuenta aparece con 200. De este modo, consigue el dueño que, por muchos miles que ganen las huéspedas, siempre estén empeñadas en grandes cantidades”. A los gastos normales, vestuario, alimentación y alojamiento, en este caso, se añadían los del viaje.

Conclusión

Vida poco alegre las de prostitutas de finales del siglo XIX, confirmada incluso por estas desgraciadas mujeres francesas, traídas con falsas promesas para después obligarlas a prostituirse en Madrid.

La prostitución no era algo marginal que afectara a poca gente, porque movía mucho dinero en efectivo, y atraía a su alrededor a infinidad de personajes de todo tipo y catadura, que iban desde los encargados por la Administración de su control hasta los delincuentes más peligrosos. De ella, es cierto, vivían muchos y se aprovechaban muchos más. Por eso este mundo era tan sumamente complejo y resulta tan difícil de explicar y de comprender.

Si bien las condiciones, en que desarrollaban su trabajo las nacionales, dejaban mucho que desear, las de las extranjeras sobrepasaba todos los límites de lo penoso. Por eso, no es raro observar cómo las fugas eran frecuentes y continuas. En muchas ocasiones, contaban con la vista gorda de la Sección de Higiene. Los escándalos de toda índole eran frecuentes en el entorno de los prostíbulos.

Finalmente, sorprende mucho cómo desde entonces hasta hoy haya como una extraña línea continua que hace que los principales problemas que entonces afectaban a esta actividad, hayan persistido en el tiempo, llegando a la actualidad.

PARA AQUELLOS QUE QUIERA SABER MÁS. Estos problemas los he tratado más ampliamente en dos de mis libros: “La vida alegre en Madrid, un prostíbulo en la Restauración”. Madrid 2005. 252 págs. y en “Policía y delincuencia a finales del siglo XIX”, Madrid. 2000. Ministerio del Interior-Dykinson, 341 págs.

[1]      La Policía Española, nº 253, 18 de enero de 1898 “Carta abierta” Encabezamiento de esta denuncia es también muy ilustrativo de la suma indefensión de esta joven.

“Mi distinguido Señor: ocupándose su publicación de los asuntos referentes a la Sección de Higiene del Gobierno Civil, ruego a Vd. se sirva dar cabida la siguiente, que ha llegado a mi noticia por la propia interesada la que no sabiendo leer ni escribir me ruega lo haga en su nombre.

Anticipándole a Vd. las más expresivas gracias, se reitera suyo afectísimo y atento s.s.q.s.m.g.;

Claudio Andrés

Madrid, a 16 de enero de 1898

Martín Turrado Vidal historiador

 

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