La indefensión frente a los desórdenes públicos       

Columna del historiador Martín TURRADO VIDAL para h50 Digital

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Foto portada: Fundación Joaquín Díaz, Aleluya 922
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El argumento principal utilizado para suprimir la Superintendencia General de Policía por el gobierno de Mendizábal fue que, con la puesta en marcha del Ministerio de la Gobernación, se había convertido en una institución inútil, ya que duplicaba los organismos destinados a  garantizar la seguridad de las personas y de sus bienes. El Real Decreto de 4 de octubre de 1835 hizo  depender a la policía  de los gobernadores civiles y de ese Ministerio. De golpe, pasó de ser un organismo autónomo y con su propia jefatura a quedar encuadrada en un Ministerio, germen de toda la administración civil española. Lo que significó que las competencias en materia de seguridad cayeran en manos de quiénes tenían que ocuparse de otras muchas más. Estos no podrían atenderlas si no dentro de las prioridades que establecieran y solamente en la medida que le dejaran libres las demás.

Si, a ello se le añade que se redujo su personal y presupuesto, creer que iba a seguir  actuando con la misma efectividad que lo había hecho hasta entonces, se convertía en algo tan utópico como pedir peras al olmo. Se podrá comprobar en los dos casos ocurridos en latitudes tan distintas como Pontevedra y Madrid. En los dos, los gobernadores civiles tuvieron que enfrentarse a hechos similares con protagonistas muy distintos sin medios para poder restablecer el orden público alterado.

Fue el fruto amargo de volver a poner en vigor la Ley de 3 de febrero de 1823.  Dejó a los ayuntamientos, dependiendo de la Milicia Nacional y de la fuerza armada, que dispusieran en la plaza, y a los gobernadores civiles con el único recurso al ejército acantonado en la provincia. En todo caso, quedaron inermes y sin poder hacer frente a los que perturbaran el orden público. El caso de Pontevedra fue paradigmático y aunque en historia no se puede sacar ninguna conclusión por analogía, seguramente, esto mismo ocurrió en otros lugares.

Pontevedra

Los acontecimientos de Pontevedra ocurrieron a finales del mes de febrero de 1841. La división de partidos trajo consigo cada vez que se celebraban unas elecciones, “inculpaciones, falsías y dicterios” recíprocos. Cesado el escrutinio, todo hacía prever que cesarían, cosa que no ocurrió. Esos ruidos provenían de “el horrísono eco de trompetas, bocinas, cornetas, cencerros, calderos, almireces y una vocería desentonada,” a todas horas que impedían el descanso de los vecinos.

Hubo más. “si a esto se junta que a los infelices labradores que concurren a la ciudad se les hace correr por las calles tirándoles naranjazos, y también dándoles a algunos con ratones y gatos muertos en la cara, cuya hediondez nadie puede resistir, y con lo que ciertas gentes se complacen y celebran, ya podrán Vds. inferir como estará la gente sensata y de orden. Estos ultrajes son repelidos y con mucha razón, por los labradores con pedreas, a que dan lugar las autoridades con su posible indiferencia, permitiendo, a título de carnaval, se insulte de un modo tan afrentoso, brutal y escandaloso a una clase tan benemérita, acreedora y digna por tantos títulos a toda nuestra consideración y respeto [1]”.

Las autoridades, al menos en este caso no mostraron ninguna indiferencia, es más, trataron de terminar con todos estos abusos. El alcalde de Pontevedra fue el primero en intentar solucionar esta situación, que se estaba volviendo insostenible. Mucho tuvo que dudar de la efectividad de la Milicia Nacional para controlar ese desorden para recurrir en primera instancia a la fuerza armada presente en Pontevedra. “Este temor obligó al alcalde primero D. José Patiño a llamar en su auxilio la fuerza armada para que esta cooperase a que las gentes que componían el grupo cencerril, se retirasen a sus casas; pero, cuando vio que la fuerza que traía para hacerse respetar, le abandona, retirándose al cuartel, sus recelos mucho más se aumentaron, y tanto más cuanto que veía a los corifeos patriarcales afanados en animar y fomentar esta masa de gentes”.

Como la tropa requerida únicamente se dio un paseo hasta el lugar de los hechos y, visto el panorama, se dio media vuelta y se volvió al cuartel, el alcalde recurrió al jefe superior político –el gobernador civil- para que remediase lo que  le fue imposible hacer a él por la actitud de la fuerza armada. Este pensó que tenía que llamar a mucha más tropa que la presente en Pontevedra. Llamó “en su auxilio al comandante general de la provincia de Tuy, con la fuerza que tuviese disponible. El brigadier D. Martín lriarte acudió al llamamiento con tres compañías del provincial de Tuy y nueve lanceros, y después de informado de todo, tuvo el gusto de ver repetirse la cencerrada, reducida además a golpear con dos martillos sobre un yunque de herrador. El 19 se retiró S. S., habiendo tenido la complacencia de que algunos oficiales de la Milicia nacional le fuesen a visitar, dándole algunos la mano en signo de su amistad, y en particular a uno de los que su pobreza o proletarismo él mismo lo presenta como la principal de sus prendas y garantías”.

La escena descrita parece sacada de una comedia de humor. La tropa que tenía que intervenir se limitó a tener el gusto “de ver repetida la cencerrada”. Después, como fin de la fiesta, fue cumplimentado por los oficiales de la Milicia Nacional, algunos de los cuales se dignaron darle la mano al brigadier, otros, ni eso. Hecho todo lo cual, es decir, otro paseo para ver el espectáculo, la tropa se volvió contenta y feliz a Tuy. El alboroto se terminó en la calle, pero no por eso finalizó. Pasó de la calle al ayuntamiento.

En el ayuntamiento hubo otro sainete en tres actos. El primero fue protagonista el alcalde. “La venida de este señor brigadier, dio lugar a que, en una sesión del Ayuntamiento, el procurador general don Diego Villar, escribano de rentas, interpelase al señor Alcalde primero para que éste manifestase las comunicaciones y motivos que tuviera para reprimir la cencerrada. El alcalde que sabe cuáles son sus atribuciones, y cuáles las del ayuntamiento, le contestó que no reconocía autoridad en el ayuntamiento para hacerle tal interpelación, pues que en asuntos de policía reconocía por superior al jefe político, y en lo de administración de justicia, a la audiencia de Galicia , y que desde aquel momento quedaba cerrada la sesión”.

Esto originó unas fuertes discusiones en la sesión del ayuntamiento, con vejaciones de palabra al alcalde primero: “Varios fueron los altercados que hubo entre el alcalde y algunos de los concejales y como aquel no cediese ni un ápice de sus atribuciones, para escarnecerle y herirle en su amor propio, el secretario de ayuntamiento mandó al veedor de la corporación a que fuese y entrase en el salón de sesiones a imponer silencio al alcalde primero, lo que así se verificó”. Harto de todo, creyendo que la sesión se había cerrado, el alcalde se marchó a su casa.

Se equivocó. La sesión del pleno del ayuntamiento continuó sin su presencia. Nombraron al concejal más antiguo para presidirla. Los sucesos que siguen son dignos de un entremés de Don Ramón de la Cruz: “Poniendo al frente del ayuntamiento a un aldeano llamado Domingo Paz, que hacía de regidor decano, quien dirigió varias comunicaciones oficiales al jefe político para que diese explicaciones al ayuntamiento sobre sus actos y procedimientos, firmando al mismo tiempo una convocatoria para que la corporación se reuniese en sesión extraordinaria. Ninguna contestación dio ni debió dar el jefe político a tales exigencias, pues que el ayuntamiento es nulo para interesarse en las atribuciones que no le competen y son anejas y peculiares de su destino”.

Con lo que no contaban los concejales rebeldes era cómo respondería el jefe político a  la convocatoria de un pleno extraordinario. Según la ley de Ayuntamientos vigente, el jefe político podía presidirla. Fue lo que hizo.  El día 20, a la hora señalada, se presentó en el ayuntamiento y ocupó la presidencia, que le correspondía y nadie podía discutirle. Tomó decisiones: “Con su presencia dejó la silla de la presidencia el señor don Fernando Sarabia, coronel retirado de artillería, en la que se sentaba como regidor decano, la que, al instante, ocupó el jefe político. En seguida preguntó con qué autorización se reunía el ayuntamiento en sesión extraordinaria, y quién dispusiera esta convocatoria sin su anuencia y consentimiento. A esta pregunta contestó el escribano Villar de un modo ambiguo y poco satisfactorio; puesto en pie entonces el señor jefe político, invocando el nombre de Doña Isabel II y el cumplimiento de la ley, cerró la sesión; y dispuso que el ayuntamiento no se reuniese hasta tanto que el alcalde primero no lo convocase”.

De esta forma terminó ese asunto, del que solamente al final de la crónica de “El Correo Nacional” aparecen los motivos que lo causaron, al parecer, muy heterogéneas: “Con esta medida, y con la de cerrar las alfolíes de sal a cierta pandilla que la ceba de matones, que ciertos empleados septembrinos les tenían abiertos para sacar sal al precio de diez reales, a título de fomentadores que jamás fueron, y que se les tome estrecha cuenta de su inversión, arreglándole en un todo a la instrucción del ramo, no admitiendo las guías falsas de Portugal, ni menos por el salado en las fábricas de los catalanes: que el ayuntamiento haga valer la contrata de bagajes al precio de doce reales, y que esta no suba al de quince, a pretexto de equivocación: que no se les permita tampoco andar en cierto teje maneje, y la autoridad superior política de la provincia haga cumplir el sabio, atinado y justo decreto de abolición de sociedades o tertulias patrióticas, que todos aquí hemos recibido como el iris de paz, y el precursor de nuestra futura ventura: entonces desaparecerán estas gentes bulliciosas, y este pueblo volverá a gozar de aquella tranquilidad que era objeto de envidia en todo el reino de Galicia, y  se citaba a su honrado y fiel vecindario como un modelo de orden, obediencia y sumisión a las leyes y autoridades”.

La pedreas en Madrid

Las pedreas entre muchachos que tenían lugar “casi” todos los días festivos en diversos puntos de las afueras de Madrid. Hay una literatura muy abundante sobre ellas, pero se va a poner el acento en lo que se viene comentando. La debilidad del gobierno y del ayuntamiento para hacer frente a las pedreas, sabiendo que se producían en lugares y en días conocidos de antemano. El documento que nos va a servir de guía es un bando del jefe superior político  fijado en las paredes de los edificios de Madrid el día 1 de enero de 1844.  Este suceso viene a confirmar la debilidad de esa autoridad provincial, cuando se tenían que enfrentar a desórdenes públicos, aunque fueran de tan poca entidad como las pedreas.

 El motivo de emitir el bando  era que hasta el momento de su publicación había sido imposible evitar esos acontecimientos. No sucedía nada raro. Era la consecuencia de la actuación de su antecesor José Grases quien en 1839 redujo los efectivos del ramo de protección y seguridad pública dependientes del jefe político en Madrid a su mínima expresión. No se pueden esperar mejores resultados, disminuyendo el personal para conseguir ciertos objetivos. Por ello habían ido subiendo de tono y cada día que pasaba con impunidad total lo hacía un poco más. Antonio Benavides tampoco estaba en disposición de hacer nada si no procedía a aumentarlos.

En la exposición de motivos de dicho bando se describía así lo que solía suceder en las pedreas: “No habiendo sido posible hasta ahora evitar las pedreas de muchachos que en las afueras de esta capital tienen lugar casi todos los días festivos; y habiendo llegado el caso de herir en la tarde de ayer 31 de diciembre a un celador de protección y seguridad pública, he creído ya de mi deber tomar las más enérgicas disposiciones para terminar semejante escándalo que tanto desdice de la cultura de la capital de la monarquía : en su consecuencia he venido en resolver lo siguiente”.

En consonancia con este principio, se dictaban unas normas de actuación tanto para los miembros de la protección y seguridad pública que dependían de la Jefatura Superior Política de Madrid como del Ayuntamiento:

1º.- Los dependientes de este gobierno político, los de los señores alcaldes constitucionales y del Excmo. ayuntamiento, celarán y vigilarán por todos los medios que estén a su alcance, a fin de evitar de ante mano las reuniones de muchachos que tengan el objeto de que se ha hecho mérito.

2.º – Aprehenderán y pondrán á mi disposición inmediatamente los que se resistan a disolverse en el acto de la intimación; los cuales serán castigados con todo el rigor de las leyes, por la autoridad competente.

3.º – Los padres de los muchachos de menor edad, parientes o personas que los tengan en guarda serán responsables por la contravención de sus hijos, o pupilos, a las disposiciones anteriores.

4.º – Los dependientes de este gobierno político, de los señores alcaldes y del Excmo. Ayuntamiento impetrarán el auxilio de la fuerza armada, en caso de necesidad, para cumplir con lo que se previene en el presente bando.

5.º – Las anteriores disposiciones se comunicarán a los señores alcaldes, al Excmo. Ayuntamiento, se insertarán en el Diario de Avisos y se fijarán en los parajes públicos acostumbrados para que nadie alegue ignorancia. Madrid 1.º de enero de 1844.—El jefe político, Antonio Benavides.— El secretario, Agustín Esteban Collantes”.

Este bando resultó incumplido, por la razón que apuntábamos antes. El jefe político no tenía medios de hacerlo cumplir y el Ayuntamiento tampoco. El recurso a la fuerza armada pareció una medida excesiva y nunca se la requirió para que actuara en estos casos. El problema siguió sin resolver hasta casi nuestros días.

Otras bullangas

Lo sucedido en Pontevedra tenía todas las señas de ser un mal generalizado. En el correo nacional se dan cuenta de hechos similares ocurridos en la provincia de Cádiz, siguiendo  la misma secuencia que los ocurridos en Pontevedra: “Llamamos la atención de nuestros lectores sobre la carta que en otro lugar insertamos de nuestro corresponsal de Jerez. Las máximas de anarquía, los gloriosos pronunciamientos van dando amplia cosecha de espantosos frutos. Ya no hay autoridades moderadas a quienes hacer la guerra, por eso se combate contra un ayuntamiento progresista. La Milicia nacional lucha entre sí, ya que, gracias a la libertad de setiembre, están abiertas sus filas en muchas partes para todos los vagos y truhanes de los pueblos. La desgraciada provincia de Cádiz, tan tranquila y próspera hace un año, es víctima ahora de la más impune anarquía. ¿Qué hace aquel jefe político? ¿Qué medidas tomará ahora? Ningunas: su autoridad es impotente: Bejer, Conil, Tarifa lo testifican con violencias, incendios y sacrilegios. Llególe el turno a la opulenta ciudad de Jerez de la Frontera: lo que ha sucedido es un preludio: a más alto punto se tiende; más se desea, más se hará si no cae la cuchilla de la ley sobre los culpables. ¿Será la Regencia alguna vez gobierno? ¿Se acordará que tiene en sus manos la fuerza de la sociedad?”

Conclusiones

A la vista de esto, nada tiene de extraño que los gobernadores civiles se negaran en redondo a que se disolviera completamente la policía de protección y seguridad que dependía de ellos. Vieron  claramente que eso aumentaría su impotencia frente a bullangas, cuando la Milicia Nacional local se negaba a actuar contra ellas. De ordinario se negaba, como, en Pontevedra, porque tenían que reprimir a sus vecinos, vecinos de los que dependían, en el caso de que tuvieran negocios o comercios. En todo caso, después de cumplir con sus horas de servicio tenían que volver a la vida diaria a convivir con ellos. Por eso, como ocurrió en Pontevedra, lo que fuera actos de protocolo, como el de cumplimentar al comandante general de la tropa de Tuy se prestaban, pero, para salir a hacer frente a los revoltosos se lo pensaban dos veces.

La necesidad de una policía sin el control de las autoridades locales quedó patente en aquellos momentos tan revueltos. Hechos como los narrados, fueron creando el ambiente para mantener una policía dependiente de las autoridades centrales, con lo cual se demostró que la supresión de la Superintendencia General de Policía había sido un error. La seguridad pública se diluyó completamente en medio de la cantidad enorme de competencias a las que tenía que atender el gobernador civil. Esto no hubiera ocurrido si se hubiera mantenido la Superintendencia porque ella le hubiera aliviado de esa carga muchísimo, al tener un canal de información propio y al disponer de profesionales dedicados enteramente a su mantenimiento.

[1] “El Correo Nacional”, Madrid, viernes 5 de marzo de 1841.

Pincha en este enlace y descárgate el libro: Juan Meléndez Valdés y la literatura de sucesos.

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