Historia de la Policía en sus 200 años de existencia: cuando el remedio fue peor que la enfermedad…

Análisis del historiador Martín Turrado Vidal para h50 Digital

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Registro en un domicilio. En “Historia pintoresca del reinado de Isabel II y de la Guerra Civil (1846-1847)”.
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Suele suceder que el remedio sea peor que la enfermedad. En el caso que se va a analizar, el de la reducción de los efectivos de la policía de Protección y Seguridad Pública, llevada a cabo en Madrid, fue lo que ocurrió. Por una parte, la descoordinación entre las autoridades municipales y el jefe político (el equivalente al gobernador civil) de la provincia con la negativa añadida de suministrarle información y a cooperar en ciertos servicios y por otra, la disminución de los servicios por la imposibilidad física y temporal de los nuevos encargados de realizarlos. La falta de control de posadas, pasaportes, entradas y salidas de Madrid fue la causa de ese empeoramiento de los servicios policiales que se prestaban a los ciudadanos.

Se va a analizar, pues, cómo se llevó a cabo esa reducción de efectivos y dónde fueron destinados una parte importante de ellos: a crear unos guardias de caminos para cubrir básicamente los que llevaban a los Reales Sitios de la Granja y de El Escorial.

La reducción de los efectivos de la policía en Madrid

El señor Grases, jefe político de Madrid, tomó la decisión de reducir drásticamente la policía de la capital, sin atreverse a hacerlo del todo. La reducción fue algo desconcertante, porque era palpable desde mucho antes que los encargados de hacer las tareas policiales eran incapaces de desarrollarlas por falta de preparación y de tiempo. Sobre todo, de tiempo, porque no podían dedicarse a ellas  a tiempo completo, al tener que compatibilizarlas con las de su propio oficio, que era del que comían.

Esa reducción fue tan drástica, como la cuenta “El Eco del Comercio” en sus páginas de la siguiente manera: “El ramo de seguridad pública, que constaba antes del cuerpo de salvaguardia, de dos inspectores y 54 celadores, de un comandante y veinte hombres de la ronda de capa y espada, ha quedado reducido a 19 celadores y al comandante y 12 hombres de la ronda. Los salvaguardias se pusieron desde el 16 del pasado a disposición del director de Caminos y Canales; 2 inspectores, 35 celadores, y 8 hombres de capa han sido suprimidos desde el 1º del corriente; de los 19 celadores existentes, 7 han quedado para el gobierno político y 12 se han puesto a disposición de los alcaldes constitucionales”.

Como no podía ser de otra manera, dicho periódico aplaudió, hasta romperse las manos, esa reducción llevada a cabo por el jefe político –Gobernador Civil- de Madrid, señor Grases. Y lo hizo, a sabiendas de que la reducción de los efectivos de la policía, había terminado en un fracaso sonoro y rotundo, reconocido además en sus mismas páginas, y de que ese fracaso ya había sido constatado en 1837, como se va a comprobar un poco más abajo. Pero no pudo disimular su alegría ante las medidas tomadas por este gobernador civil:

“Esta reducción es un comprobante más de que los hombres del progreso no piensan ni pueden pensar en apoyarse en la policía para sostener sus principios en el gobierno del Estado. Celebramos que el señor Grases haya terminado sus funciones políticas con esta reforma, porque, aunque la policía pública pueda ser útil bajo ciertos aspectos, estando bien organizada, nosotros estaremos siempre por la disminución de todas las trabas posibles a la vida civil y doméstica.

Por descontado, tenemos el repetir nuestro cordial y sempiterno aborrecimiento a la policía secreta, que calumniosamente se quiere dar por resucitada por el partido dominante… Nosotros veríamos con horror aclimatada en nuestro suelo aquella planta exótica y venenosa, mengua y baldón de los tiempos que sucedieron a una grande revolución hecha a favor de la libertad y de los derechos del hombre[1]”.

La mención a la policía secreta, a los gastos reservados, no tenía nada que ver con la reforma llevada a cabo por el señor Grases. La gran afectada por esa reforma fue la policía pública, la que todo el mundo veía actuar en Madrid, de la que se decía que “podía ser útil bajo ciertos aspectos”. Esta policía pública no suponía ninguna traba para el desarrollo de la vida de los ciudadanos. Al revés, les prestaba unos servicios, que esa reforma hizo imposible continuar proporcionando. Luego, en vez de intentar solucionar los problemas diarios de mucha gente, lo que hizo fue hacer su vida mucho más complicada. Pero eso, desde un punto de vista ideológico, carecía de importancia.

El fracaso de la reducción de la policía

En “El Eco del Comercio”, uno de los periódicos que más se significó pidiendo la supresión de la Superintendencia General de Policía y de todo lo que oliera a policía, reconoció muy poco después de que se la dejara reducida a escombros, el tremendo fracaso que había supuesto esa vuelta al pasado. Esto se publicaba en ese mismo periódico el día 30 de enero de 1836, es decir, un año y dos meses después de haber introducido los cambios. La cita puede resultar un poco larga, pero creemos que merecer la  pena leerla:

“En esta transición, en vez de ganar la causa pública, pierde muchísimo; y la razón es bien obvia. Dedicados los últimos como brazo independiente, por obligación, patriotismo e interés personal a llenar las funciones de su destino, poco o nada podía ocultárseles que redundase en perjuicio de las leyes en la parte civil y aun en la política, que no es de despreciar por más que digan sus detractores que son poquísimos. Los alcaldes de barrio tendrán los mejores deseos, se hallarán adornados de las mejores cualidades; pero, por más que digan sus detractores, jamás podrán satisfacer la ansiedad pública, jamás trabajarán con el interés que inspira un poder sostenido y duradero, y nunca, por esfuerzos que quieran hacer,  llenarán el hueco que han dejado sus antecesores. Los alcaldes  de barrio son personas acomodadas, a lo menos deben serlo, y teniendo casi todos que despachar sus negocios particulares, imposible es que no hagan desgraciarse las mejores combinaciones, atendiendo a los obstáculos insuperables que les rodean.

Los que sean comerciantes o artesanos, ¿cómo saldrán de sus apuros en el trabajo material de la oficina cuando aquel invierte la mayor parte del día? Y los propietarios acostumbrados a una vida sedentaria y monótona, ¿qué resultado darán de sus tareas? Pero dejemos esto: si el alcalde de barrio es sujeto, que no merece el mejor ni el más mínimo concepto político, y si, por el contrario, está reputado de carlista; ¿podrá ganar mucho la causa nacional, y el gobierno quedar satisfecho de su disposición? No nos engañemos: tan difícil es averiguar de dónde han provenido las inmensas riquezas de incomprensible Flamel. Los celadores obraban con rapidez: sus trabajos refluían en beneficio del procomunal de un modo bien patente; y si no testigos, son un sin número de ciudadanos que han necesitado del ramo de protección y seguridad pública en circunstancias de alguna importancia. El mecanismo solo de la oficina absorbe una particular atención, y no hay que despreciar esta cualidad indispensable, precisa y útil en alto grado en la corte, porque sería un crimen político; y este crimen político, aunque no parece tal, traería fatales consecuencias mañana u otro día. He oído asegurar que algunos alcaldes de barrio no cuidan de la matrícula en lo más mínimo desde que se han entregado de las oficinas. Amontonados los padrones de entrada y salida bajo una carpeta que nada significa, más bien parecen papeles de botica que documentos importantes de estadística; y este abandono e indiferencia es tan perjudicial en este tiempo de revueltas que puede decirse con seguridad que acabó la vista del león y con este accidente funesto, las fuerza colosales que le dio la naturaleza”.

No pudieron sustituir los alcaldes de barrio a los celadores, por las causas que se enumeran en este artículo del periódico. Por la temporalidad de sus cargos, que se reducía a un año. Por tener que compatibilizar el trabajo en la policía con el suyo que les daba de comer, tanto fueran artesanos como propietarios. Por no ser profesionales, que le impedía cumplir con las funciones de atender a los ciudadanos y llenar las obligaciones de sus oficinas, por eso es que los celadores de policía anteriores podían hacer estos trabajos con rapidez y diligencia, mientras que los alcaldes de barrio que le sustituyeron es imposible que los puedan realizar porque no son profesionales. Y precisamente esto ocurrió en “tiempos de revueltas”, es decir, cuando más necesario era que esas tareas se llevaran a cabo. Es decir, se redujo la policía, cuando más falta hacía…

No es de extrañar, por tanto, que ocurrieran cosas como ésta, que empeoraban aún más la situación:

“En Madrid sucede diariamente que los jueces reciben partes de los alcaldes constitucionales de delitos cometidos uno, dos o tres días antes, sin haberse hecho nada para su averiguación; y lo mismo sucedía cuando existían los celadores de policía; porque no teniendo a estos funcionarios bajo sus órdenes y no pudiendo los alcaldes de barrio dedicarse a seguir el hilo de los muchos delitos que se cometen para presentarles los reos y los testigos con los demás medios de averiguación, sus actuaciones tendrían que limitarse a las lentas actuaciones que puede hacer el  juez y le pasan el parte tal cual lo reciben”.

Las consecuencias desastrosas de la falta de esos fondos de policía se reconocen explícitamente por el propio ministro que firmó su fin. He aquí lo que decía en una circular a los gobernadores civiles de fecha 1 de marzo de 1841, o sea, un año y cuatro meses después de haber suprimido esa partida presupuestaria el mismo ministro Manuel Cortina:

“Según los partes recibidos en este ministerio, han aparecido en varias provincias ladrones y otras personas sospechosas que, turbando el sosiego a costa de tantos sacrificios adquirido, han inspirado fundados recelos a los pacíficos habitantes de los pueblos pequeños, y hecho inseguro el tránsito de los caminos. En algunos puntos, la activa vigilancia y el celo de la autoridad principalmente encargada de la protección y seguridad de los ciudadanos han bastado para exterminar, o por lo menos, ahuyentar, a los que se han presentado con criminales propósitos, pero en otros, circunstancias de localidad, la falta de noticias seguras o de cooperación eficaz en quien debiera prestarla, han sido causa de no haberse logrado el mismo fruto de que haya que lamentar excesos y violencias que debieron evitarse a todo trance”[2].

O sea que los ciudadanos, sobre todo los que más padecieron este azote, los de los pueblos pequeños, se tenían que exponer, por el hecho de dar noticias a las autoridades, a todo tipo de represalias sin ningún tipo de compensación a cambio.

Antes, cuando se pagaba por información, no sucedía lo mismo. He aquí lo decía el gobernador civil de León en una orden dada a quienes realizado un brillante servicio: “Vigilo todos los pasos de los que la opinión pública señala con el dedo, y ni uno solo se librará del poder de mi autoridad, a no ser por anticiparse a hacer revelaciones de gravedad e implorar el indulto. Juan Antonio Garnica”. Esto sucedía después de un servicio realizado por un grupo de gente armada formado al efecto:

“Nada han dejado que hacer Unzúe, el sargento González y su tropa; todos han llenado su obligación; y en los primeros momentos que el cabecilla facineroso dio muestras de tomar la ofensiva, encontró una muerte segura; quedando de este modo la provincia libre de un monstruo que era el terror de todos los pueblos de la misma, y el que capitaneaba a una porción de aventureros, a quienes sus atroces excesos les tienen ya preparado igual premio. Sí, leoneses, no lo dudéis: yo os lo prometo y sabré cumplirlo a todo trance”[3].

Lógicamente, si se le pudo seguir el rastro a esta cuadrilla de facinerosos, que bien pudiera tratarse de una cuadrilla carlista, aunque se le tache de monstruo, se debió a que se pagó por la información. León estaba plagado de pueblos pequeños, que por sí mismos eran incapaces de defenderse contra la invasión de estas cuadrillas. Si no fue mediante pago, opino, conociendo el terreno, que nadie dio información a los agentes del gobernador civil. Si lo hacía, se exponía a tremendas represalias. Esa vigilancia de que habla, se podría llevar a cabo mediante pago de la información y sin él no hubiera sido posible obtenerla.

En un hecho similar acaecido en Sevilla, este pago por información, se reconocía implícitamente  haber pagado a alguien por la información: Ya hemos dado noticia del importante servicio hecho por los agentes de protección y seguridad pública en la aprensión de una cuadrilla de salteadores que infestaban estas comarcas. Hoy con mejores datos queremos informar al público de las circunstancias que concurrieron. Por los avisos secretos que la autoridad superior de la provincia y los agentes tenían de que en la noche del jueves estuvieron cenando los ladrones en la dehesa de Puyana…”[4].

En esa fecha los fondos de policía oficialmente no existían, porque habían sido suprimidos por el RD de 2 de noviembre de 1840. ¿Cómo se pudo pagar esa información? Pues, tal como la oposición dijo en el Congreso, metiendo una partida de 300.000 reales en el presupuesto de 1841 dentro de las partidas destinadas al Ministerio de la Gobernación bajo la rúbrica de “gastos imprevistos”. Esa partida era algo menos que suprimida, que, según la exposición de motivos de ese Real Decreto, ascendía a cerca de 450.000 reales. La oposición maliciaba que esta última había venido a reemplazar a los gastos de policía, pues su utilización por el gobierno sería igual de discrecional que la anterior. Estaríamos, pues, ante otro cambio de nombre para negar que la realidad seguía siendo la misma.

Una “especie” de guardias de caminos

Bajo el epígrafe de “seguridad en los caminos”, comenzaba una información de esta forma “El Eco del Comercio”: “Hace pocos días anunciamos que se habían tomado eficaces disposiciones para asegurar de rateros y malhechores las cercanías de Madrid, tan frecuentadas por esta maldita plaga, necesaria consecuencia de la mucha gente ociosa y de mal vivir que se la abriga en esta gran población[5]”.

Este anuncio, por las circunstancias en que se hizo, muestra de forma patente otra incongruencia del mismo gobierno que suprimió los fondos reservados. Las razones se van a exponer con algún detalle a continuación.

Siguiendo con la información del mismo  periódico, se dice: “Suprimida por la ley de presupuestos la compañía de salvaguardias como fuerza de la policía de la corte, la dirección de caminos tuvo el buen pensamiento de aprovechar tan útiles hombres y tan buenos caballos y equipo para crear una especie de guardia de caminos de la provincia de Madrid, que sirviese de base y ensayo para otro cuerpo más extendido y numeroso en lo sucesivo. Se puso a sus órdenes dicha compañía, y acordó distribuir su fuerza en brigadas que ocupasen y vigilasen las dos líneas más peligrosas de las cercanías de Madrid, que son las que atraviesan los puertos de Somosierra, Guadarrama y Navacerrada. Así, los 32 salvaguardias disponibles cubrirán las carreteras de Castilla y de la Mala de Francia hasta los puertos referidos inclusive”.

O sea, que si no es por la intervención de la Dirección de Caminos, estos 32 salvaguardias se hubieran ido a su casa por el simple hecho de depender de la policía. Pero es que esto se hubiera consumado, a pesar de estos hombres eran insuficientes para garantizar la seguridad en los caminos en las cercanías de Madrid, y en esa misma información se hacía constar esa circunstancia: “Mas como también era indispensable proveer a la seguridad de las otras carreteras que parten de Madrid, en las cuales sin haber puertos hay malos pasos en que se cometen robos, la dirección tuvo que pedir al gobierno fuerzas de caballería y de infantería del ejército, que hicieran dichos caminos cercanos a la corte el importante servicio que los salvaguardias en las dos primeras líneas citadas”[6].

La inconsecuencia está en que necesitando de forma urgente garantizar la seguridad en los caminos cercanos de Madrid, el gobierno estuvo a punto, por simples motivos ideológicos, de acabar con una fuerza como la de los salvaguardias que ya estaban acostumbrados a hacer esas funciones en el camino de El Pardo, de Aranjuez e, incluso de La Granja de San Ildefonso, a donde se desplazaba con mucha frecuencia la Corte. Lo necesario hubiera sido reforzar esa compañía y ampliar sus funciones, dada su larga experiencia en este servicio.

Conclusión

Tal vez se ha abusado en este artículo de algunas citas un poco largas, pero es que son tan expresivas que era muy complicado sustraerse a ello. Lo fundamental, lo que se quería probar a la luz de la documentación disponible, era que el resultado de la reducción de los efectivos de Protección y Seguridad Pública terminó en un desastre no solamente en Madrid, porque existen testimonios de que en Sevilla, Barcelona o Vitoria ocurrió lo mismo. Lo de Madrid tuvo una mayor repercusión en la prensa de la época y, debido a esto, se han podido conocer mejor los resultados de esa reducción.

Se decía que el cumplimiento de la Ley lo solucionaría todo. Pero las circunstancias en que se promulgó la Instrucción para el gobierno económico político de las provincias no eran las mismas en 1823 que en 1841. Algunos hablan del fracaso de la policía,  como si quisieran sacar la conclusión de que mereció todo lo que le pasó. Ocultan cuidadosamente que el caos y la falta de colaboración entre autoridades en materia de seguridad se acentuaron después de esa reducción drástica de efectivos. Basta con leer las circulares emanadas desde las jefaturas políticas de las provincias para darse cuenta de que fue peor el remedio que la enfermedad. Lo que sucedió en Madrid en 1841, constituye la mejor demostración.

Un artículo de Martín Turrado Vidal para h50 Digital Policial.

[1] “El Eco del Comercio”, 3 de septiembre de 1841.
[2] “El Corresponsal”, de 3 de marzo de 1841.
[3] “El Español”, martes 31 de enero de 1837.
[4] Noticia fechada en Sevilla el día 30-1-1841. El Eco del Comercio del día 7 de febrero de 1841.
[5] El Eco del Comercio, viernes ,10 de septiembre de 1841.
[6] Ambas citas son del mismo periódico y del mismo día, El Eco del Comercio, viernes ,10 de septiembre de 1841.

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