ETA: “La fábrica”

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La denominación de fábrica en el diccionario, hace referencia expresa a un lugar en cual mediante medios y herramientas se realiza una actividad industrial. Se fabrica algo o se presta algún servicio. A groso modo es una definición muy genérica, siempre habrá quien con aportes más específicos amplíe ese significado.

Todos sabemos de sobra lo que es una fábrica, y haberlas, las hay de todo tipo. De la que os hablaré aquí, es una muy particular. Lo curioso es que su función era doble, una parte era la de una industria legal dedicada a la tornillería y ensamblajes metálicos y con una actividad totalmente legal, y otra parte, más oculta y mucho más retorcida, que se dedicaba a fabricar terroristas.

Y sí, para los que tengan dudas los terroristas no nacen siendo simpatizantes abertzales y con expectativas asesinas, los terroristas se fabrican.

De fábricas, mi protagonista sabe cómo el que más. Hace muy poco, coincidí en un bar con un señor de mi pueblo que emigró al País Vasco en los años 60. Cómo gran parte de los habitantes de las zonas rurales de España, en la segunda mitad del siglo XX, la zona de La Mancha vivió un éxodo masivo a zonas más industrializadas. Madrid, Barcelona o las vascongadas recibieron cantidades ingentes de mano de obra para engrosar las plantillas de las numerosas fábricas allí existentes.

No deseo polemizar sobre la descompensación que existió en el reparto de la riqueza y de la industria de manera interesada e injusta en España, favoreciendo a unas zonas, en detrimento del resto del país. Pero ciertos problemas actuales como el “ansia nacionalista y sus constantes ambiciones”. Pero, como agua pasada no mueve molino, me centraré en esta historia, que aparte de ser truculenta, es real.

Siempre he pensado que una buena historia debe ser contada como se merece. Ya os digo que la intención por la que mi interlocutor quiere contarme su experiencia, está lejos de buscar afán de protagonismo. No lo hace sintiéndose el personaje protagonista de una de esas famosas series de Netflix, lo suyo es más emotivo. Su generoso testimonio tiene mucha más categoría que cualquiera de los bodrios que se anuncian en algunas plataformas televisivas.

«Una superproducción en la que sobran claramente una parte de los protagonistas “Los malos»

Con el tono de voz bajo y con un punto de melancolía, comienza diciéndome que en esa época por ser quien era y proceder de donde procedía no le pusieron nada fácil las cosas. Las distinciones entre compañeros eran bastante notables y humillantes, pero él prefería pasar de largo las descalificaciones y hacer la vista gorda. Su cometido era trabajar duro para ganar dinero y a poder ser sin polémicas. Como pudo, trató de hacer más llevadera su estancia en esa tierra ajena.

Cuenta que a medida que iba pasando el tiempo, y gracias en parte a que era un trabajador cualificado y bastante bueno en su tarea, Ignacio, que así se llama, fue ganándose el aprecio de la parte, digamos “exquisita” sus compañeros.

Exquisita, clasista o racista segregacionista, cualquier adjetivo nos vale para definir a un grupo de trabajadores foráneos vascos que no permitían relación afectuosa o de simple compañerismo entre ellos y los “Maketos”, como les denominaban despectivamente.

Ignacio iba cayendo en gracia, incluso era invitado a “potear” después del trabajo. La cosa era difícil, ya que, desde la fábrica en Portugalete, hasta su humilde vivienda en Basauri, tenía una larga excursión en autobús. De un hombre tan prudente y complaciente con los demás, era de esperar que hiciera encaje de bolillos para procurar sacar tiempo de donde no lo tenía y quedarse en el bar para un echar unos “zuritos” y unas risas, y ya de paso ganar puntos.

Los meses pasaban y en la fábrica se oían “cosas” de un “sindicato” y de unas “reuniones”, de una supuesta “lucha“, Inicialmente esos eventos eran solo aptos para la élite euskalduna de los trabajadores, pero al cabo de unas semanas a Ignacio le llegó una invitación para asistir a una de esas reuniones  donde supuestamente se iban a tratar mejoras laborales. De primeras y por prudencia, como siempre, decidió dar respuesta a tal invitación más tarde. Prefirió evitar pronunciarse en un sentido u otro, antes debía valorar las futuras consecuencias que le podría detraer la asistencia. Nunca le gustó hacer públicas sus ideas políticas o su confesión religiosa, y en tierra extraña menos aún.

Al insistirle varias veces, Ignacio accedió a asistir con su compañero Josu Etxebeste. Éste era un vasco convencido de la lucha de clases y de que el comunismo era la una idea con la que les esperaba un futuro prometedor. Cuando llegaron al lugar de la reunión, a Ignacio le extrañó mucho algunas actitudes sospechosas de parte de los asistentes. Le género bastante controversia el hecho de ver en una reunión sindical a un sacerdote con su negra sotana y junto a él, a Esteban Ugalde, que era uno de los compañeros que manejaba el cotarro en su sección de la fábrica. Ambos portaban un cartelón con las fotos de dos detenidos supuestamente por pertenecer a ETA, gesto que hizo que Ignacio se mantuviera en alerta. La situación no le agradaba, pero tampoco podía delatar su incomodidad, y tragó hasta el final.

Al volver al trabajo, seguía bastante descolocado, pues Ignacio en ese ambiente no encajaba. Al terminar su turno de trabajo, estando en la zona de las taquillas, vio como Esteban Ugalde y otros dos supuestos trabajadores manipulaban dos pistolas y una caja de munición. Ignacio se dio la vuelta y sin ser visto, salió de la estancia como alma que lleva el diablo. Pasaron dos días y le volvieron a avisar para ir a otra reunión, pero esta vez declinó la invitación, justo esa tarde Ignacio había quedado en Sestao para comprar un coche de segunda mano. Estaba más que justificada la inasistencia.

Al volver al trabajo a la mañana siguiente, notó cierto aire de nerviosismo y que faltaban varios compañeros, entre ellos Josu y Esteban. No quiso preguntar, pero le olió mal la ausencia. El ambiente estaba muy enrarecido y nadie hablaba con nadie. Se les había comido la lengua el gato a todos, solamente se escuchaba el ruido de la máquina de remaches.

En el almuerzo, con algo de calma, uno de los trabajadores comenzó a despotricar en euskara, lo poco que le entendía eran insultos contra España y contra la policía. El odio y la rabia le hicieron perder el control y gritar a voces un claro y nítido “GORA ETA”. Uno de los que estaba comiendo, se puso de pie y con el puño en alto entonó un himno abertzale. Ignacio no sabía dónde meterse, no participar de aquel aquelarre le podía hacer parecer sospechoso o incluso enfrentarse a la dura acusación de ser un chivato. Espontáneamente se abrazó a uno de ellos y levantó el puño. Luego en casa pensando en la situación, le dio vergüenza y llorando como un niño sintió culpa y pena por su actuación, sentía como si hubiera deshonrado a su padre, el cual había sido guardia civil hasta su pronto fallecimiento.

Me cuenta Ignacio, y lo hace cogiéndome del brazo y mirándome a los ojos, que sintió miedo, y que no tuvo más opción que hacer lo que hizo para salir airoso de tan tétrico momento.

Prosiguiendo con su relato, cuenta, que una semana más tarde, se enteró que a mitad de la supuesta reunión del sindicato, entró en tropel la policía armada. Las excelentemente instruidas dotaciones de orden público, se hicieron con la nave donde estaban los terroristas y tras un registro exhaustivo, intervinieron armas y explosivos. La exitosa operación se llevó a cabo en tiempo récord, logrando detener a los recién incorporados miembros de un comando que estaba preparado para atentar de manera inminente.

Ignacio por aquel entonces no lo sabía, pero en esa fábrica también compartían labor con un agente de la brigada de información, que con una doble identidad y a base de captar información mientras ponía remaches y jugaba a la pelota vasca. La importancia de la información conseguida y su posterior tratamiento y análisis, evitaron como mínimo dos atentados, el de una patrulla de la guardia civil en las inmediaciones del Cuartel de La Salve y un coche bomba a un militar en el centro de Vitoria.

El agente infiltrado era uno de los trabajadores a los que habían detenido en la reunión, esposado y con algún “gomazo” también subió al Land Rover de la policía armada. Todos tuvieron el mismo trato, fueron separados e incomunicados, y ya en dependencias la cosa cambió. Para uno, tras “haberse quemado” le esperaba una nueva vida destinado en Alicante, y para los otros, una larga condena por pertenecer a organización terrorista. Todo estuvo muy bien orquestado, y nadie nunca sospecharía de aquel muchacho que ponía remaches y al que se llevó “La txacurrada” a golpe de culatazo.

Tenían la maquinaria perfecta para fabricar terroristas. La materia prima, jóvenes adoctrinados y envenenados de un odio y rencor inusitado, capaz de hacer cometer actos crueles y deleznables, solamente porque se lo pidiese un cualquiera revestido de héroe “Gudari” en favor de una lucha que no llevaría a ningún sitio, excepto a la muerte y la desidia.

Ignacio tuvo suerte, dejó su piso de Basauri y su puesto en la fábrica de Portugalete. Se mudó a vivir a Santander, donde más tarde conseguiría trabajar como conserje en un colegio religioso.
La fábrica, que se sepa, siguió durante años con su labor industrial, de la otra tarea no se volvió a hablar entre los trabajadores. Todo se tornó más discreto y ya nadie se fiaba de nadie. Correr ciertos riesgos ya no les compensaba.

Paradójico a más no poder, a simple vista tres jóvenes remachando uno al lado de otro. En la realidad, un terrorista, un policía infiltrado y en medio Ignacio.

«Toda industria se basa en un negocio, y todo negocio, se basa en un interés. Siempre habrá de un lado uno que demande y de otro uno que oferte, pero independientemente del lado en el que estés, siempre habrá un interés»



Desde el Rompeolas. Brau López Matamoros autor de VENUS INFINITA

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