Dolor

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El dolor puede ser sordo, ciego, afónico, discreto y tantos otros síntomas que pasan desapercibidos. Eso sí, ante todo, es una putada. Nos amarga la vida día y noche, mañana y tarde, en silencio, a gritos, con especial incidencia en aquellos encargados de vigilar la seguridad de la sociedad.

Si miramos a nuestro alrededor, sin alejarnos demasiado, apreciamos un enorme cambio en este hermoso país llamado España. Anuncian «vivimos en la era de la comunicación». Es un engaño enorme, tanto como pudieran ser las palabras y promesas de un político de turno, «prometer hasta meter; una vez metido, olvidar lo prometido». Un clásico.

El supuesto avance «tecnológico» y de «comunicación» consiste en evadirse de los más cercanos para centrarse en ideas simples, cortas, con 240 caracteres, imágenes o videos, música o silencios, mientras consultamos un «chisme» con batería, que desprende una potente y dañina luz azul. Nuestros ojos se llenan de información, datos, aspectos de un lado a otro de este enorme peñasco llamado planeta «Tierra», donde la mayor parte de la superficie está cubierta por agua. ¿Cuántos consultamos el teléfono móvil mientras estamos en el sofá de casa en lugar de charlar con los nuestros, los más cercanos, al parecer familia? No digamos la chavalería. Ellos son más hábiles, normal, están más preparados. Fijaos cuando salen del colegio. Sacan potentes, muy potentes teléfonos móviles para hacerse una foto, consultar una red social o simplemente enviar un mensaje a aquellos compañeros del barrio o de su propia aula. Han pasado minutos desde que se han separado físicamente, ¿y ya tienen necesidad de decir algo que no dijeron en persona? ¿Habéis observado una reunión de chavales y todos mirando las pantallitas? ¡Ay, la «era de la comunicación».

Llegados a eso que llaman la edad «adulta», algunos siguen más infantiles que el mecanismo de un chupete. Eso que llaman «libertad», consiste en tener datos ilimitados en la condena de un teléfono móvil. ¿Libres? Arrastramos trastos con 3 ó 4 cámaras para decir por ahí lo que estamos viendo, sintiendo; en una farsa de vida donde ocultamos los problemas y sufrimientos a los más cercanos. A veces sin ser familia, pasamos por la vida con nuestros compañeros de trabajo. ¡Eso sí es familia, coño! Perdón, me vine arriba.

La preocupación va más lejos de lo imaginado. Unas veces el dolor nos despierta por la noche. Sin darnos cuenta ni saber la razón; otras nos cuesta conciliar los telones porque el dichoso Dragón sigue dando vueltas por el techo; algunas, la carta de ajuste se refleja en la pared o se dibuja en las rendijas de la persiana, donde entran pequeños huecos de luz y nos impiden viajar más allá para descansar. La oscuridad, suele ser también un problema. Sobretodo cuando no sabemos si hay luz al fondo del túnel, sin darnos cuenta que, los pozos de la mente, nunca existieron.

Nos importa mucho cuál es la contraseña de la wifi, el gimnasio más cercano a nuestro lugar de presunto reposo, sea en casa o de viaje; una peluquería donde recorten la barba o cepillen el pelo, cuan presunto deportista que da pataditas a una pelota dos horas al día, menos de noventa minutos en fin de semana; una cafetería, que sirva una espuma con dibujitos en la taza, bebida de frutos secos o donde sea compatible harina integral, frutos secos, edulcorante, levadura y una carita sonriente. Luego dicen de los Fariseos.

En cambio, gracias a las presuntas ayudas del poder institucional y gubernamental, obviamos interesarnos por escuchar al compañero. Sí, algunos llaman «coincidente en el servicio», que se sienta a nuestro lado, por quien daríamos la vida, antes que por otros ciudadanos, que se dedican a insultarnos, escupirnos e ignorarnos dentro de la sociedad. Y siempre anteponemos a los «otros», a los más odiosos antes que a los «nuestros». ¡Maldita sea!

Vestimos el mismo uniforme; ingresamos con una idéntica ilusión. Nuestra formación, similar. ¿Qué nos ha convertido en extraños? El dolor sordo, ciego, afónico, sin tacto ni aroma, que se respira en un espacio inferior a dos metros, nos cae encima —¡con todo el puto equipo del Comando Gañote!— cuando esa criatura desaparece. Unas veces se lo lleva por delante un accidente, la enfermedad común o recién llegada a este valle de lágrimas; otras, las peores en la actualidad, cuando el compañero rinde su vida ante la peor decisión que se puede tomar y no tiene vuelta atrás.

Aquellos que esperan una partida presupuestaria para luchar contra el suicidio dentro de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, Autonómicas, Locales, Municipales o Ejército —Tierra, Armada o Aire—, pierdan la ilusión. Ellos, los políticos, invierten en ministerios, direcciones y subdirecciones generales, asesores y «asexoras», comidas, comiditas y «comilonas»; en coches y desplazamientos propios, para ellos. Nosotros hemos de cuidar de nuestros compañeros, como toda la vida, desde que hay memoria. ¿Recuerdan «SYAP»? «Seguridad Y AutoProtección», se decía.

Miremos a izquierda, derecha, arriba y abajo; a un lado y a otro. Hay una criatura que igual va perdiendo o ganando peso; más o menos conversación; tono en la piel, aumento o pérdida de cabello. Cualquier indicio que nos salte de vista. Hemos de conseguir concienciarnos que acudir en búsqueda de ayuda es tan simple, que hasta los más valerosos guerreros necesitan una intendencia para librar las más duras batallas.

Queridos compañeros, que la peor decisión nunca sea la última
Un artículo de Alonso Holguin FJ para h50 Digital Policial

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