Clandestinos

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Cuando llevas años trabajando en la sombra, un simple gesto como una mirada que dura unos segundos más de lo debido desde un vehículo o un detalle tan insignificante como un hombre de negocios llevando unas gafas de sol falsas, pueden despertar en tu persona un instinto de alerta.

Esa extraña sensación de relajación frente al mar, tomando una cerveza en una terraza mientras lees el periódico matutino se corta de raíz cuando notas que te observan, benditas vacaciones dicen algunos. A través de las gafas de sol sin que vean tu mirada observas con detenimiento, disimulando, hay una pareja en la playa a 20 metros, el hombre con un pantalón corto de deporte y ella con unos shorts, atuendo algo incómodo para quedarte toda la mañana en la arena, lo intuyo al ver una nevera, sombrilla y un par de sillas.

La intuición es algo que no suele fallar, nada es perfecto pero las primeras impresiones ya sean conociendo a una persona por primera vez o viendo algo que no cuadra es fundamental. Pasaron unos minutos hasta que noté otro movimiento extraño siendo un día caluroso de verano y más en una zona húmeda y pegada al mar.

Antes de nada empezaré presentándome. No diré nombre ni edad, a estas alturas no importa ese dato, no servirá de mucho, he trabajado el tiempo suficiente en la clandestinidad como para saber, y lo que es más importante a mi parecer, conocer como se mueven los hilos en este sistema. Actualmente no trabajo para nadie y a la vez consigo información para alguien. Ese es mi actual trabajo, recibo una llamada y voy donde me digan a hacer lo que haga falta.

El segundo movimiento extraño del que les hablaba fue la llegada de un motorista, en esta zona por el calor nadie va con un casco integral, tampoco se queda parado haciendo como que mira algo en la moto sin quitárselo, cuando la temperatura dentro del casco debe superar los 40ºC.

Por otra parte, una pareja joven y bastante blanca de piel no vienen a una playa a quedarse sentados mirando hacia el paseo, cuando los rayos del astro solar empiezan a picar y a hacer que actúe la melanina de la piel buscando ese moreno veraniego. Tampoco es habitual que siendo jóvenes sean tan parcos en palabras y estén mirando continuamente el reloj, no sé vosotros, pero personalmente cuando voy a la playa no estoy mirando el reloj, a no ser que se acerque la hora de comer y no era el caso.

Se acabó la cerveza, llevo el vaso dentro del bar, como persona educada, educado y precavido. En un trabajo así lo más importante es borrar las huellas que se dejan en el camino.

– Caballero no se preocupe ya recogemos nosotros la mesa.
– No veo que vaya montado en ningún caballo, y no te preocupes, no me cuesta nada traer un vaso aquí.
– Perdón señor, muy amable.
– Yo que tú lo fregaba ya, échale un poco de agua porque he visto un par de moscas rondando por el borde y las inspecciones de sanidad están a la orden del día. ¿Qué te debo?
– Tiene razón señor, enseguida. Son dos euros.
– Tengo un billete de cinco, creo que te vale. Hazme un favor, con los tres euros que sobran, llévale a la pareja que está en la arena un refresco, me han dicho que si les hacía el favor.
– Claro señor, ya voy.

Cuando salgo del establecimiento me paro en la puerta y enciendo un cigarro. Observo como el camarero va raudo a entregarle la bebida. Se han colocado al lado de la caseta de los socorristas, no tienen más opción que deshacerse de la botella en una papelera y la más cercana está a unos 30 metros, tengo tiempo para perderme por las calles adyacentes mientras el camarero les entretiene con la bebida y recogen los enseres.

Sigo mi camino a la espalda del establecimiento, intento perderme lo más rápido posible entre las cortas calles donde me hallo. A través del cristal de una tienda observo como la persona que se bajó del scooter sigue mis pasos, aunque se haya cambiado la parte superior, el ostentoso cinturón blanco que decora su pantalón no pasa desapercibido. El conocimiento del medio es esencial, estudiar la zona donde estás, posibles salidas y vías de escape, de este modo entro en un bar y tras cruzar la barra salgo por una puerta que da a otra calle, parece que ya no me sigue nadie.

Es probable que tengan localizada la casa donde paso aquí las vacaciones aun así tendré que echar un vistazo por la zona. Hay una línea de autobús turística que recorre la zona, paso por una tienda a comprar una gorra y una nueva camisa, una vez cambiado me dispongo a subir al autobús.

Observo como un turista más la zona y los vehículos que no son habituales entre mis nuevos vecinos temporales, me llama la atención un vehículo en el cual hay una persona de mediana edad que no me resulta familiar. El vehículo está bastante cuidado para llevar una matrícula algo antigua, no se observan daños y se puede percibir en los asientos traseros varios objetos típicos que te acompaña cuando vuelves de la playa. Ni ruedas, ni cristales sucios de la arena, tan típica en esta zona. Me bajo en la siguiente parada que está a unas dos calles, ahora hay que pensar como entrar en casa a recoger lo básico para perder de vista este lugar un par de días.

Voy andando tranquilo cuando me encuentro con Robert, un simpático jubilado inglés con el que he hecho amistad. Robert en sus años mozos fue bombero, goza de un buen estado físico a pesar de su avanzada edad.

– Hola amigo, cuanto tiempo sin verte. – Dice con un marcado acento inglés –

– Buenos días Robert, iba de camino a comprar algo al super de la esquina, ¿qué tal?

– Good and you? Yo ir también a tienda de esquina, ¿vamos juntas? – Estos ingleses y sus problemas con la maravillosa lengua de Cervantes –

– Por supuesto. Let’s go.

Entramos ambos en una pequeña tienda de barrio, un mini-mercado atestado de comida extranjera de dudoso gusto. Mientras Robert coge un carro y empieza a echar género en él, doy una vuelta por el supermercado localizando la salida de emergencia, por suerte está como debe de ser, sin un candado que impida una rápida evacuación. Una vez localizada me dirijo a un pasillo donde hay una alarma anti-incendios, una mirada rápida a un lado y a otro me dice que no hay moros en la costa. Rompo el cristal y pulso la alarma que empieza a sonar desbocada, acudo rápido donde está Robert, él sabe que hacer en estos casos y calma en un pésimo castellano a los empleados asustados. Le digo que voy dentro a ayudar a una señora mayor, sería la última vez que mirase el azulado iris de Robert.

Escapé por la salida de emergencia que daba a la calle paralela donde vivía, pronto sonaron las sirenas de la policía y bomberos, en ese momento el vehículo que estaba apostado a unos metros enciende el motor y pone rumbo hacia otro lugar. Vía libre…

Con un andar ligero me acerco a la vivienda unifamliar donde me alojo, una vivienda sencilla de dos habitaciones que se alquila por temporadas, exacta a cualquier otra de la zona. Tras la puerta hay un pasillo, a la derecha se encuentra el salón, a mi izquierda hay una pequeña cocina y al fondo una habitación pequeña y la de matrimonio. Me dirijo apresuradamente a la habitación, en el fondo del armario guardo una mochila en la que hay varias mudas de ropa, comida para dos o tres días, dos móviles, diferentes herramientas como una navaja, linterna, cerillas, brújula… y lo más importante, suficiente dinero en metálico para pasar un mes desapercibido. Cojo unas zapatillas para añadir a la mochila, una gorra y me dirijo a la ventana. Empiezan a llegar los bomberos y varias patrullas de policía.

Me agacho debajo de la cama y cojo el arma situada en un punto donde sería difícil de ver por alguien ajeno. Voy al baño y recojo el cepillo de dientes, una máquina de cortar el pelo y maquinillas de afeitar; ahora me dirijo al salón, abro el cajón del armario y en el doble fondo cojo distinta documentación que puede ayudarme en caso de necesitarla. Una vez revisado todo, cojo la pequeña maleta con la que vine y echo toda la ropa en una bolsa de basura, salgo por la puerta sin levantar sospechas.

No han pasado más de cinco minutos desde que entré a la casa por última vez, ahora ando distraído como un turista más hacia la estación de autobús. Al adentrarme en la estación, lo primero que hago es ir al servicio, me encierro en un baño y con el chicle que llevo en la boca pego un espejo de mano a la pared. Saco la máquina de cortar el pelo y me rapo al número uno, después me afeito dejándome una perilla que, modestia aparte, no me queda del todo mal.

Con mi nuevo look, incluida gorra negra en la cabeza, salgo hacia el mostrador y con un deje francés que no pasa desapercibido, trato de pedir un billete que me llevará a otro lugar.

Autor RO-1 (@Undercover_Camo)

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