Por Concha Calleja*
Miryam Lasso tenía 13 años cuando desapareció en Avilés, Asturias, el 5 de septiembre de 1992. Había salido de casa de una amiga con dirección al domicilio de su madre, en el mismo barrio. Nunca llegó. Su cuerpo apareció 15 días después, en un paraje apartado de Gijón, semienterrado y con claros indicios de agresión sexual. A más de 30 años del crimen, el caso sigue sin resolver. Prescribirá, si no se reabre con nuevas pruebas, en septiembre de 2027.
La escena no fue casual. El cuerpo fue ocultado con ramas y tierra, a media hora en coche del lugar de la desaparición. El agresor conocía la zona, disponía de vehículo y tenía tiempo. La autopsia confirmó signos de violencia sexual. El análisis criminal, aunque limitado por los medios técnicos de la época, ya apuntaba a un agresor metódico, de proximidad, con control sobre la víctima. Pero el caso se diluyó en contradicciones, desvíos e incertidumbre.
Desde la perspectiva forense, estamos ante un crimen de oportunidad selectiva. El agresor probablemente conocía a Miryam, aunque no necesariamente de forma íntima. Lo relevante no es cuánto sabía de ella, sino cuánto sabía de su entorno, sus movimientos, su rutina. Para actuar así, con esa precisión y sin dejar testigos, necesitaba información previa. No es un secuestro improvisado. Es una espera silenciosa, una captura planificada.
En este perfil, el agresor se presenta como alguien con estabilidad funcional, sin antecedentes conocidos, capaz de ocultar su conducta tras una fachada socialmente aceptable. Es un perfil de lobo con piel de cordero. Alguien que, en su mundo privado, convive con impulsos de dominación sexual, pero que ha aprendido a no mostrarlos. Hasta que encuentra la circunstancia propicia.
La edad de la víctima no es un dato menor. Miryam tenía 13 años, lo que sitúa el crimen dentro de la categoría de agresión a menores, con componentes pedofílicos y psicopáticos. Sin embargo, no se trata de un agresor infantilista ni torpe. El modo de actuar, la ocultación y la frialdad en la ejecución indican una capacidad elevada de control y desvinculación emocional.
El crimen no fue desorganizado. Tampoco ritual. Fue contenido. Clínico. Directo. Eso lo hace más perturbador. Porque no responde al caos ni al delirio, sino a una decisión consciente. Este tipo de agresor no mata porque pierde el control. Mata porque lo ejerce por completo.
A día de hoy, las líneas de investigación abiertas entonces no han derivado en imputaciones claras. Se señalaron posibles sospechosos del entorno, incluso con conexiones laborales o vecinales. Pero nunca se encontraron pruebas concluyentes. Y el tiempo, como en muchos otros casos, ha ido borrando huellas que antes tampoco se buscaron con la precisión necesaria.
Desde la criminología, este crimen presenta un perfil mixto: tiene elementos de agresión sexual con motivación de control, y una posterior eliminación de la víctima como forma de borrado. No por remordimiento, sino por eficacia. El agresor no busca dramatizar, sino neutralizar.
Miryam no fue víctima del azar. Fue víctima de una vigilancia invisible, de una espera atenta, de un entorno que dejó de ver. Quien la mató sabía dónde, cuándo y cómo. Y sabía que podría hacerlo sin ser detectado. Tres décadas después, ese perfil sigue vivo, en alguna parte. Quizá ya ha muerto. Quizá ha vuelto a hacerlo. O quizá, simplemente, nunca fue considerado sospechoso.
El caso prescribirá en 2027. Pero hasta entonces, la verdad sigue teniendo derecho a ser dicha. Y desde la psicología forense, el silencio también se analiza. Porque a veces, cuando nadie habla, el que calla es quien más tiene que ocultar.
