Por Concha Calleja*
Enero de 1989. Tres adolescentes —Rosario González, Pilar Ruiz y Valeriano Hernández— desaparecen de forma repentina en Valencia. Pocos días después, aparece el cuerpo mutilado de Rosario junto a un albergue abandonado en la zona de Macastre. Semanas más tarde, los restos de Pilar y Valeriano serían hallados en un estado tan avanzado de descomposición que dificultó la investigación forense. Han pasado más de 35 años. El caso está prescrito. Nadie fue condenado. Ninguna versión oficial ha explicado qué pasó realmente.
La brutalidad de las lesiones, la aparente falta de conexión con el entorno y la ausencia de una lógica convencional provocaron que este triple crimen se cubriera pronto de hipótesis confusas: sectas, drogas, violencia aleatoria. Pero cuando el desorden se impone, es clave observar lo simbólico. El escenario, la mutilación y el tratamiento del cuerpo indican una intencionalidad que va más allá de la muerte: hay mensaje, hay expresión. Y en criminología, eso apunta a una motivación ritual o emocionalmente desbordada.
El perfil más verosímil es el de uno o varios agresores desorganizados, con estructura psicótica o personalidad disociada, con escasa vinculación a la víctima y una percepción simbólica de sus actos. El uso del entorno (un albergue aislado), el abandono de los cuerpos en lugares distintos y la mutilación indican una ejecución impulsiva, pero con significado interno para el autor.
No parece un crimen de encubrimiento ni de oportunidad. La forma en que se trató el cuerpo de Rosario, y la distancia temporal respecto al hallazgo de los otros dos, refuerzan la hipótesis de una acción no planificada en términos logísticos, pero cargada de necesidad expresiva: no se buscaba ocultar, sino expulsar algo. La violencia se convierte en lenguaje. El crimen se convierte en ceremonia.
Desde la psicología forense, es probable que el agresor o agresores no hayan reincidido de forma evidente, o que lo hayan hecho en contextos marginales, sin generar patrones detectables. El silencio institucional, la falta de recursos y el contexto social de finales de los 80 —con una juventud vulnerable a los entornos de riesgo— contribuyeron a la falta de resolución. Pero no explican el silencio posterior. La narrativa oficial se diluyó, las líneas de investigación se agotaron sin rigor y la opinión pública fue redirigida hacia explicaciones simplistas.
La desconexión entre víctimas y verdugos —si la hubo— no elimina la posibilidad de que el crimen fuera selectivo. A veces, el perfil del agresor no responde a motivaciones racionales, sino a necesidades psicóticas: eliminar, purgar, dramatizar. El daño se convierte en relato simbólico. Las elecciones (qué cuerpo se mutila, cuál se deja intacto, qué se muestra y qué se esconde) forman parte de un discurso privado que el agresor construye desde su desorden.
El crimen de Macastre está legalmente cerrado, pero no simbólicamente resuelto. Aún hoy, la escena habla: de abandono, de caos, de una violencia que no busca esconderse sino representarse. La ausencia de condena no implica ausencia de verdad. Y el perfil de quien actuó en este caso no está en los archivos, sino en las repeticiones invisibles de la violencia desorganizada. En la marginalidad, en la salud mental no atendida, en los huecos de la estadística.
Este caso no tiene justicia. Pero tiene patrones. Y los patrones, si se escuchan, siguen diciendo lo que la ley ya no quiere oír. Y lo que el miedo colectivo ha preferido callar.

Es posible una relación con el crimen de las niñas de Alcasser?